Gabriel se sentía decepcionado.
La palabra le pesaba en el pecho como una losa mal colocada, una que no terminaba de asentarse y aun así dolía con cada respiración. Había creído —por primera vez en muchos años— que algo estaba funcionando. Que Alexandra, con su torpeza elegante y su sonrisa desafiante, había comenzado a abrir una grieta en la muralla que él llevaba levantada desde hacía demasiado tiempo.
Pero no.
Todo había sido una distracción. Una ilusión peligrosa.
Le dio un largo trago a la cerveza, dejando que el amargor le raspase la garganta mientras alzaba la vista al cielo nocturno. Las estrellas seguían ahí, indiferentes, brillando sobre el circo como si nada hubiera ocurrido. Como si no acabaran de arrebatarle algo que ni siquiera sabía que ya sentía suyo.
— Maldita sea… —murmuró, pasándose una mano por el rostro.
La imagen de Helena gritando, acusando, señalando a Alexandra como si fuera basura, regresó con violencia. Y luego… su silencio.
Ese maldito silencio.
Alexandr