Todavía atrapada y atraída por la aterradora presencia de aquel ser que había aparecido ante sus ojos, Lis estuvo lo suficientemente cerca de él como para que volviera a olerla. Le olió el cuello, el cabello, el rostro, los labios, que no se apartaron ni para gritar. En aquel bosque silencioso no había lugar para los gritos.
Pronto a la hambrienta criatura no le bastó con oler y la abrazó. El frío glacial de su cuerpo le entumeció la carne, haciendo temblar la piel húmeda y desnuda. El agarre no era nada suave. Le sacaba el aire de los pulmones con la fuerza creciente de su abrazo y no le permitía volver a llenarlos.
La mente de Lis empezaba a aturdirse y se vio a sí misma enterrada en una pila de nieve, con la presión de unos dedos que se le clavaban en la espalda. Iba a morir, eso pensó. La muerte la llamaba, pero ella no se iría en silencio.
Con los ojos llorosos ardiendo y juntando sus últimas fuerzas, al borde de la inconsciencia, Lis gritó.
En un mundo de silencio, su grito ag