El cielo de Boston estaba increíblemente azul aquella tarde. Un azul tan claro y sereno que hacía que el alma se sintiera más ligera, como si el mundo hubiera sido lavado durante la madrugada y ahora despertara limpio, sonriente. El viento traía el aroma fresco de las flores recién regadas, y el jardín de la mansión aún relucía bajo el toque suave de la mañana. Aurora corría entre los canteros, el cabello suelto volando como seda dorada al viento, el vestidito rosa danzando alrededor de sus rodillas finas.
—¡Más rápido, Isa! ¡Maaás ráaápido! —gritaba, con los bracitos abiertos como si fuera a volar.
—¡Calma, princesa! ¡Los flamencos no van a escapar!
Soltó una risa tan dulce, tan alta, que el sonido parecía capaz de espantar cualquier tristeza. Y entonces tropezó —como siempre hacía cuando se entusiasmaba demasiado— y cayó directamente en mis brazos, que ya estaban listos para sostenerla.
—¡Soy demasiado rápida! —dijo con orgullo, acurrucándose en mi regazo.
—Eres un cohete disfrazado