El sol de la mañana acariciaba suavemente los jardines de la mansión Vellardi. Los rayos dorados danzaban entre las hojas de los árboles, iluminando con delicadeza el césped recién cortado y los pétalos vibrantes de las flores recién plantadas. El aire llevaba el perfume dulce de la tierra húmeda, mezclado con el leve aroma de los jazmines. Isabella se arrodillaba sobre la hierba, al lado de Aurora, que llevaba un vestidito floral y unos pequeños guantes de jardinería.
—Cuidado con esa raíz, mi amor —dijo Isabella con dulzura—. Tienes que cavar al lado, así la flor no se lastima.
Aurora asintió, con la lengua asomando entre los labios en una expresión de profunda concentración, cavando con cuidado junto a un brote de lavanda. Isabella la observaba con ternura, pero su mente… su mente estaba lejos. Lejos de allí. En otra habitación. En otra presencia.
Vereda.
El nombre surgió en su mente como una sombra no deseada, un recuerdo que habría querido borrar, pero que insistía en permanecer.