La mano de Lorenzo se cerró sobre el pomo de bronce del armario.
El tiempo se detuvo para Elisabetta. Podía visualizar la escena con una claridad horrible: la puerta abriéndose, Nicolo agazapado entre sus vestidos de seda, el destello del arma de su padre y el disparo que acabaría con todo.
—¡Basta! —gritó ella.
El grito no fue de pánico, sino de una indignación herida que le nació de las entrañas. Lorenzo se detuvo, con la mano aún en el metal, y se giró para mirarla.
Elisabetta estaba temblando, pero mantuvo la barbilla alta, canalizando la misma furia que había visto tantas veces en su madre.
—¿Vas a registrar mi habitación como si fuera la celda de un traidor? —preguntó, con la voz quebrada por lágrimas reales—. Ya me encerraste en la casa. Me quitaste mi música. ¿Ahora tampoco puedo tener privacidad para llorar?
La acusación golpeó a Lorenzo en su punto débil: su deseo de protegerla, no de destruirla. Vio el dolor en el rostro de su hija, el cabello revuelto, los ojos rojos, y su