La puerta de la habitación se abrió suavemente, apenas unos minutos después de que Elisabetta hubiera escondido el reloj de Nicolo bajo su almohada.
Aurora entró con una bandeja de desayuno en las manos. Su rostro estaba pálido, marcado por las ojeras de una noche en la que probablemente no había pegado ojo, preocupada por la tensión que fracturaba su hogar.
—Buenos días —dijo Aurora, dejando la bandeja sobre la mesa de noche, ofreciéndole a su hija una sonrisa cansada.
Su mirada recorrió la habitación, deteniéndose un instante en las cortinas del balcón que se movían con la brisa, antes de posarse en su hija.
Elisabetta se sentó en la cama, abrazándose las rodillas. Se sentía transparente. El aroma de Nicolo todavía impregnaba las sábanas, y el peso de su reloj bajo la almohada era como una brasa ardiente.
—Mamá... —comenzó, pero la voz se le quebró.
Aurora se sentó en el borde de la cama. No hizo preguntas sobre la ventana abierta. En su lugar, extendió la mano y tomó la de Elisabet