Elisabetta retrocedió hasta que su espalda chocó contra el cristal de la ventana de su habitación. Miraba a Nicolo como si fuera un espectro surgido de la oscuridad, una aparición imposible que desafiaba la lógica, la gravedad y la seguridad impenetrable de su padre.
—Estás loco —susurró ella, su voz temblando por la mezcla de miedo y adrenalina—. Si te ven... si mi padre te ve... te matará.
Nicolo se puso de pie, sacudiéndose las hojas de la buganvilla de su camisa negra. Tenía un rasguño sangrante en la mejilla, cortesía de las espinas, pero no parecía importarle. Sus ojos oscuros estaban clavados en ella con una intensidad que quemaba.
—Tu padre ya quiere matarme, Elisabetta. Unos metros más de altura no cambian la sentencia.
Dio un paso hacia ella.
—¡No te acerques! —siseó ella, levantando las manos como barrera—. ¡Me mentiste! Todo este tiempo... en el café, en la cala... sabías quién era yo. Sabías que soy una Vitale y tú un Lombardo. ¡Todo fue un juego para ti!
La acusación flo