El viaje de regreso a la propiedad segura fue un trayecto sumido en un silencio sepulcral. El vehículo blindado, que a la ida había contenido la emoción nerviosa de una aventura familiar, estaba hundido en un silencio que llevaba consigo el rastro del momento de tensión y miedo.
Lorenzo había decidido conducir, sus nudillos blancos sobre el volante, la única señal visible de la tormenta que rugía dentro de él. La nota del Sastre ardía dentro del bolsillo de su chaqueta.
Al llegar a la propiedad, los portones de hierro se cerraron tras ellos con un golpe definitivo. La casa los recibió con su frialdad habitual, una jaula de oro en medio de la nada.
Sin embargo, antes de que la oscuridad cerrara el día, Aurora se negó a que el Sastre tuviera la última palabra. Se negó a que el recuerdo de ese día fuera solo el pánico en la Casa de los Espejos.
—Vengan —guió a los niños hacia la cocina—. Les tengo una última sorpresa.
Allí, sobre la encimera, esperaba el pastel que ella había horneado es