El amanecer entraba con suavidad por las cortinas de lino, bañando la habitación con un resplandor dorado. El silencio era apacible, solo interrumpido por el raspar de crayones sobre el papel. Aurora abrió los ojos lentamente, como quien emerge de un océano profundo, y por un instante creyó que seguía perdida en un sueño.
Lo primero que vio fue la pequeña figura de Elisabetta, sentada en el sofá junto a la cama, rodeada de hojas desordenadas y un arcoíris de crayones desperdigados. La niña dibujaba concentrada, el ceño ligeramente fruncido, pero al levantar la vista sus ojos se abrieron con un brillo incontenible.
—¡Aurora! —exclamó, dejando caer los crayones de inmediato.
Aurora parpadeó, un nudo de incredulidad apretándole la garganta. La emoción le llenó los ojos de lágrimas. Creía estar soñando, pero el calor en su pecho y la voz de la niña eran demasiado reales.
—Eli… —murmuró con la voz quebrada.
La pequeña corrió hacia la cama y trepó sin cuidado, lanzándose a sus brazos. Auror