El sótano olía a humedad y a miedo, un perfume denso que se pegaba a la piel como si quisiera recordarle que allí estaba atrapada. Aurora estaba atada, las cuerdas mordiendo su piel, y el morderse la mordaza no hacía más que intensificar la sensación de impotencia.
Cada minuto se volvía eterno, alimentando el miedo que le recorría las venas y la sensación de peligro que la mantenía en alerta. Cada movimiento era una lucha, cada respiración un desafío, y sin embargo, en su pecho palpitaba la misma llama feroz que la había mantenido viva antes.
Sus lágrimas caían en silencio, deslizándose por sus mejillas como ríos de vidrio líquido, y el miedo que la envolvía no era solo por ella misma, sino por los niños, por su vulnerabilidad, por todo lo que aún estaba en juego.
La penumbra la abrazaba, y la luz mortecina de una lámpara colgada del techo dibujaba sombras alargadas que danzaban sobre las paredes descascaradas. Cada rincón del sótano parecía contener un peligro palpitante, como si l