El portazo del despacho de Lorenzo resonó en la villa como el disparo de un cañón, marcando el final del juicio y el inicio de una paz que se sentía tan delgada como el hielo al final del invierno.
Aurora tomó el mando con una eficiencia silenciosa. No hubo discusiones. Con una mirada, ordenó a Matteo que ayudara a Nicolo a ponerse en pie y lo llevaran al ala de invitados, una zona de la casa que rara vez se usaba y que ahora se convertiría en enfermería y celda de lujo.
Elisabetta caminaba detrás de ellos, sintiendo que sus piernas eran de plomo. Manchas de la sangre de Nicolo oscurecían la seda blanca de su vestido, un recordatorio visceral de que la violencia ya no eran recuerdos lejanos del pasado, sino una realidad que ella había invitado a entrar.
El médico de la familia, un hombre discreto que había cosido a Lorenzo más veces de las que nadie recordaba, llegó en diez minutos. Trabajó rápido, limpiando cortes, suturando la ceja partida y vendando las costillas magulladas de Nico