Matteo Vitale conducía hacia la frontera invisible que separaba la paz de Amalfi del territorio hostil de Nápoles. La lluvia había vuelto, una llovizna fina y molesta que obligaba a los limpiaparabrisas a marcar un ritmo hipnótico.
Sus manos apretaban el volante con tanta fuerza que los nudillos se habían puesto blancos. En el asiento del copiloto descansaba una pistola Sig Sauer, cargada y lista. No era la primera vez que portaba un arma, su padre se había asegurado de que supiera disparar antes de saber conducir, pero sí era la primera vez que sentía el peso moral del gatillo.
La orden de Lorenzo resonaba en su cabeza como un eco metálico.
«Lo quiero aquí, en este despacho. Quiero que entienda que si vuelve a mirar a Elisabetta, le arrancaré los ojos»
Matteo no era un asesino por naturaleza, era un protector. Pero la imagen de la foto manchada de rojo y la amenaza contra Elisabetta habían despertado en él una frialdad heredada. Si Nicolo Lombardo era parte del plan para dañar a su m