La luz tenue de la terraza apenas dibujaba las formas en la habitación. Afuera, el mar respiraba lento, un murmullo constante que sonaba como el eco de un reloj antiguo, llenando el silencio con una presencia casi palpable. Ana se movía inquieta bajo las sábanas. El calor se sentía como una capa pegajosa, y la humedad en el aire no era del clima, sino de esa tensión que la oprimía, de la extraña sensación de vacío. Él estaba ahí, a unos metros. No era dolor exactamente lo que sentía... era una quemazón sorda.Desde su lado, alcanzaba a ver los bultitos de Chiara y Bernardo, enredados en las mantas como cachorritos dormidos. Las sábanas apenas los cubrían, dejando ver sus bracitos extendidos, el pelo revuelto y esa paz dulce que solo los niños tienen. Con una lentitud casi reverente, Ana estiró la mano y rozó el pelo suave de Chiara. Era una caricia cargada de una ternura que sabía más a recuerdo que a sueño. La niña gorjeó algo ininteligible, acurrucándose más a su hermano, como si in
El sol aún no había desperezado la totalidad del resort. Las sombras largas y caprichosas de las palmeras se deslizaban sobre los senderos de piedra, danzando al ritmo de la brisa leve que venía del mar. Hugo atravesaba aquel cuadro matutino, pero era ajeno a su quieta belleza. El celular pegado a su oreja parecía fusionarse con su mano temblorosa, mientras cada paso apurado resonaba como un tamborileo inquieto sobre las piedras, cálidas tras el descanso nocturno.El aroma a sal y humedad, mezclado con rastros de protector solar aún presentes en el aire, era absorbido sin atención por su mente absorta. Solo registraba la urgencia que le martilleaba el pecho, como si su corazón estuviera tratando de escapar. El sudor comenzaba a acumularse en su nuca, no por el calor, sino por una ansiedad que lo acompañaba como una sombra persistente. Hugo necesitaba escuchar esas voces. Las voces de Javier y Luciana, testigos involuntarios de un pasado que se antojaba borroso y cruel, pero que ahora
La humedad del final de la tarde se pegaba a la piel como una caricia incómoda, una presencia que no pedía permiso para quedarse. Era el tipo de incomodidad que le recordaba las palabras dichas demasiado cerca del oído, esas que nunca quisiste escuchar. Como la promesa vacía de un futuro juntos, susurrada en la penumbra.Ana salió del lobby con una carpeta doblada bajo el brazo. Su paso era lento, los hombros cargados de un cansancio que no era solo físico, sino también emocional. En cada respiración sentía el peso de las horas y de los silencios acumulados a lo largo de los años. Años en los que había callado por una paz ilusoria, por no agitar las aguas de una calma superficial. La carpeta en su mano parecía pesar más de lo que debería. Como si contuviera todos los "sí" que nunca debió pronunciar.Y entonces lo vio.Alexandre estaba allí, esperando, como quien sabe que no puede ser ignorado. Su postura parecía meticulosamente calculada: el perfil iluminado apenas por el último deste
La tarde caía con una calma dorada. El cielo se pintaba de coral y mandarina, reflejando un resplandor cálido sobre las sombrillas que se mecían con la brisa salada. La playa estaba viva pero serena, con murmullos de conversación mezclados con el lejano murmullo de las olas.Ana caminó descalza por la arena fina, sintiendo su calidez bajo los pies, mientras el aire impregnado de sal y coco le acariciaba el rostro. A pocos pasos, sus amigas la esperaban junto a una mesa improvisada bajo una sombrilla gastada por el sol.Laura levantó su copa en cuanto la vio, con una sonrisa que mezclaba complicidad y un brillo especial en los ojos, como si guardara un secreto que aún no estaba lista para compartir. —Ah, ahí viene la mujer más valiente del resort.Lourdes, sin levantar la vista de su mojito, empujó una silla con el pie. —O la más temeraria. Todavía no lo decidimos.Ana soltó una risa ligera mientras se dejaba caer en la silla. Sus hombros bajaron un poco más de lo normal, y exhaló un s
La arena tibia se sentía voluptuosa bajo sus pies descalzos, mientras la brisa salina le enredaba mechones húmedos alrededor del rostro. El aire vibraba con el ritmo contagioso de la salsa, un pulso que se mezclaba con los susurros del mar y el crepitar juguetón de la fogata. Farolillos de papel, como luciérnagas danzarinas, pintaban de ámbar las hojas oscuras de las palmeras, proyectando sombras alargadas que danzaban al son de la música. Ana llegó del brazo de Laura, su vestido de lino color miel ondeando suavemente, liberando un tenue aroma a limpio. La humedad de la ducha aún le acariciaba la nuca, pero sus mejillas ya tenían el brillo cálido de la noche... o quizás de una emoción contenida que le aceleraba el pulso. Al otro lado del fuego, entre las risas de Mateo y Rodrigo, lo vio. Hugo. Su camisa blanca, con las mangas arremangadas dejando ver sus antebrazos bronceados, contrastaba con el desorden atractivo de su cabello, movido por la brisa. Cuando sus miradas se encontraron,
El pasillo de las villas olía punzante a hibisco, una fragancia dulce que luchaba por imponerse al recuerdo salino y metálico de la brisa marina. A lo lejos, los ecos del caos se habían desdibujado, como si la noche, benévola, intentara engullir la violencia del disparo. Hugo caminaba en silencio, la camisa pegada al cuerpo por el sudor frío, la gasa improvisada ladeada, y un latido sordo, casi imperceptible, martilleándole el oído izquierdo. Ana lo seguía a un paso, la espalda tensa, las manos hechas puños a los costados, reprimiendo el impulso de alcanzarlo, de verificar con sus propios dedos la magnitud del daño. La herida era superficial, se decía. Pero el miedo... el miedo era un nudo helado en su pecho.Al llegar a la puerta de la habitación, Ana deslizó la tarjeta magnética sin pronunciar palabra. La luz ámbar del pasillo se extinguió tras ellos, tragándose sus siluetas como una cortina de humo denso. Adentro, el silencio era distinto, un vacío cargado de una intimidad opresiva
El primer rayo de sol se coló tímidamente entre las cortinas entreabiertas, iluminando el rostro sereno de Hugo, dormido profundamente junto a ella en el sofá. Ana, aún envuelta en la manta ligera que los había cubierto durante la noche, sintió un peso cálido en su cintura: la mano de él, relajada. Una punzada dulce le oprimió el pecho al observarlo, el vendaje blanco en su hombro, visible bajo la tela de la camisa que no se había terminado de quitar. La paz de la madrugada comenzaba a ceder ante la promesa de un nuevo día.Un golpeteo suave, casi vacilante, resonó en la puerta. Ana se incorporó con cuidado, intentando no perturbar el sueño ligero de Hugo.—¿Mami...? —La voz dulce y ligeramente insegura de Chiara llegó amortiguada a través de la madera.—¿Papá...? —Siguió el murmullo somnoliento de Bernardo.Sus voces eran una mezcla de una curiosidad recién despertada y una esperanza infantil, como si al otro lado de la puerta se escondiera una sorpresa maravillosa.Con una lentitud
La mañana del adiós amaneció con la calidez dorada que precede a un día pleno, como si el sol mismo quisiera envolverlos en un último abrazo antes de su partida. El aire, aún impregnado del suave murmullo del mar de la noche anterior, se mezclaba ahora con el ajetreo creciente del resort. Carritos de maletas chirriaban sobre los adoquines, turistas con el rostro aún marcado por el sueño cruzaban el lobby, sus sonrisas teñidas de una dulce nostalgia por los días vividos. Se respiraba esa atmósfera peculiar, ese silencio expectante que anuncia el final de algo hermoso.Dentro de la villa, Ana cerró la maleta de los niños con un suave clic. No solo guardaba ropa doblada; cada prenda parecía contener un eco de sus risas en la piscina, la textura pegajosa de sus manos cubiertas de helado, la suavidad de sus abrazos bajo la sombra fresca de las sombrillas. Chiara danzaba en círculos, el vuelo de su vestido de lunares llenando el espacio de color, mientras Bernardo, con la lengua asomando en