La arena tibia se sentía voluptuosa bajo sus pies descalzos, mientras la brisa salina le enredaba mechones húmedos alrededor del rostro. El aire vibraba con el ritmo contagioso de la salsa, un pulso que se mezclaba con los susurros del mar y el crepitar juguetón de la fogata. Farolillos de papel, como luciérnagas danzarinas, pintaban de ámbar las hojas oscuras de las palmeras, proyectando sombras alargadas que danzaban al son de la música. Ana llegó del brazo de Laura, su vestido de lino color miel ondeando suavemente, liberando un tenue aroma a limpio. La humedad de la ducha aún le acariciaba la nuca, pero sus mejillas ya tenían el brillo cálido de la noche... o quizás de una emoción contenida que le aceleraba el pulso. Al otro lado del fuego, entre las risas de Mateo y Rodrigo, lo vio. Hugo. Su camisa blanca, con las mangas arremangadas dejando ver sus antebrazos bronceados, contrastaba con el desorden atractivo de su cabello, movido por la brisa. Cuando sus miradas se encontraron,
El pasillo de las villas olía punzante a hibisco, una fragancia dulce que luchaba por imponerse al recuerdo salino y metálico de la brisa marina. A lo lejos, los ecos del caos se habían desdibujado, como si la noche, benévola, intentara engullir la violencia del disparo. Hugo caminaba en silencio, la camisa pegada al cuerpo por el sudor frío, la gasa improvisada ladeada, y un latido sordo, casi imperceptible, martilleándole el oído izquierdo. Ana lo seguía a un paso, la espalda tensa, las manos hechas puños a los costados, reprimiendo el impulso de alcanzarlo, de verificar con sus propios dedos la magnitud del daño. La herida era superficial, se decía. Pero el miedo... el miedo era un nudo helado en su pecho.Al llegar a la puerta de la habitación, Ana deslizó la tarjeta magnética sin pronunciar palabra. La luz ámbar del pasillo se extinguió tras ellos, tragándose sus siluetas como una cortina de humo denso. Adentro, el silencio era distinto, un vacío cargado de una intimidad opresiva
El primer rayo de sol se coló tímidamente entre las cortinas entreabiertas, iluminando el rostro sereno de Hugo, dormido profundamente junto a ella en el sofá. Ana, aún envuelta en la manta ligera que los había cubierto durante la noche, sintió un peso cálido en su cintura: la mano de él, relajada. Una punzada dulce le oprimió el pecho al observarlo, el vendaje blanco en su hombro, visible bajo la tela de la camisa que no se había terminado de quitar. La paz de la madrugada comenzaba a ceder ante la promesa de un nuevo día.Un golpeteo suave, casi vacilante, resonó en la puerta. Ana se incorporó con cuidado, intentando no perturbar el sueño ligero de Hugo.—¿Mami...? —La voz dulce y ligeramente insegura de Chiara llegó amortiguada a través de la madera.—¿Papá...? —Siguió el murmullo somnoliento de Bernardo.Sus voces eran una mezcla de una curiosidad recién despertada y una esperanza infantil, como si al otro lado de la puerta se escondiera una sorpresa maravillosa.Con una lentitud
La mañana del adiós amaneció con la calidez dorada que precede a un día pleno, como si el sol mismo quisiera envolverlos en un último abrazo antes de su partida. El aire, aún impregnado del suave murmullo del mar de la noche anterior, se mezclaba ahora con el ajetreo creciente del resort. Carritos de maletas chirriaban sobre los adoquines, turistas con el rostro aún marcado por el sueño cruzaban el lobby, sus sonrisas teñidas de una dulce nostalgia por los días vividos. Se respiraba esa atmósfera peculiar, ese silencio expectante que anuncia el final de algo hermoso.Dentro de la villa, Ana cerró la maleta de los niños con un suave clic. No solo guardaba ropa doblada; cada prenda parecía contener un eco de sus risas en la piscina, la textura pegajosa de sus manos cubiertas de helado, la suavidad de sus abrazos bajo la sombra fresca de las sombrillas. Chiara danzaba en círculos, el vuelo de su vestido de lunares llenando el espacio de color, mientras Bernardo, con la lengua asomando en
Dos años despuésEl viento cálido jugaba entre las ramas plateadas de los olivos, agitando las hojas con un susurro que sonaba a secretos antiguos y promesas de calma. El sol de la tarde caía oblicuo sobre la villa de piedra clara, tiñendo la fachada de tonos miel y melocotón, como un suave abrazo dorado. El aire transportaba el aroma terroso y húmedo de la tierra recién regada, la punzante frescura de la albahaca acariciada por el sol, la dulzura intensa de los tomates maduros que llenaba el aire al ser recolectados del huerto trasero.La villa se asentaba en una ladera suave, rodeada por la geometría verde oscura de los viñedos y la explosión amarilla vibrante de los girasoles que se mecían en la distancia como un mar dorado bajo la brisa. Era sencilla, con la calidez acogedora de la piedra y la madera. Real, habitada por risas y silencios compartidos. Un lugar para echar raíces. Un lugar al que siempre se anhelaba volver.Ana salió al porche, acunando a su hija en brazos. La bebé,
Ana María, arquitecta sensible marcada por una pérdida profunda, viaja a Cuba para escapar de su rutina emocional. En una noche mágica en La Habana, conoce a Hugo, un empresario exitoso que también arrastra el peso del pasado. Lo que empieza como un encuentro casual entre mojitos, salsa y caricias robadas, se transforma en una conexión intensa que desafía el tiempo, las heridas y el miedo a volver a amar. Entre besos frente al mar, cenas familiares inesperadas y promesas bajo el sol caribeño, ambos deberán decidir si vale la pena apostar todo por un amor que llegó sin aviso.Después de años ocultando su tristeza detrás de una sonrisa educada, Ana María emprende un viaje a Cuba con la esperanza de reencontrarse consigo misma. Arquitecta brillante, hija única y víctima de una pérdida que marcó su cuerpo y su alma, Ana ha aprendido a vivir en automático, convencida de que el amor —ese que transforma, sacude y reconstruye— no es más que una ilusión para otros. En su interior, carga con la
La música electrónica envolvía el lugar; luces brillaban en medio de la oscuridad, y una multitud se agolpaba afuera, esperando entrar al exclusivo Golden Bar. Era una noche más en el club más codiciado de la ciudad. Solo la élite era bienvenida. Para ingresar, había que hacer una reservación con meses de anticipación. La administración mantenía un estricto control sobre los invitados, garantizando así la seguridad de todos los asistentes.El Golden Bar se encontraba en el corazón de Chicago, rodeado de rascacielos que parecían custodiarlo. Desde afuera, su fachada de vidrio y acero reflejaba las luces de la ciudad, mientras un letrero dorado con letras elegantes anunciaba su nombre. Dentro, el ambiente era una mezcla de lujo y modernidad. Las paredes de ladrillo expuesto contrastaban con los muebles de terciopelo negro, y las lámparas colgantes de diseño arrojaban destellos dorados que iluminaban el espacio con un aire sofisticado.El bar se dividía en dos secciones: el restaurante, g
La música electrónica envolvía el lugar; luces brillaban en medio de la oscuridad, y una multitud se agolpaba afuera, esperando entrar al exclusivo Golden Bar. Era una noche más en el club más codiciado de la ciudad. Solo la élite era bienvenida. Para ingresar, había que hacer una reservación con meses de anticipación. La administración mantenía un estricto control sobre los invitados, garantizando así la seguridad de todos los asistentes.El Golden Bar se encontraba en el corazón de Chicago, rodeado de rascacielos que parecían custodiarlo. Desde afuera, su fachada de vidrio y acero reflejaba las luces de la ciudad, mientras un letrero dorado con letras elegantes anunciaba su nombre. Dentro, el ambiente era una mezcla de lujo y modernidad. Las paredes de ladrillo expuesto contrastaban con los muebles de terciopelo negro, y las lámparas colgantes de diseño arrojaban destellos dorados que iluminaban el espacio con un aire sofisticado.El bar se dividía en dos secciones: el restaurante, g