La arena tibia se sentía voluptuosa bajo sus pies descalzos, mientras la brisa salina le enredaba mechones húmedos alrededor del rostro. El aire vibraba con el ritmo contagioso de la salsa, un pulso que se mezclaba con los susurros del mar y el crepitar juguetón de la fogata. Farolillos de papel, como luciérnagas danzarinas, pintaban de ámbar las hojas oscuras de las palmeras, proyectando sombras alargadas que danzaban al son de la música. Ana llegó del brazo de Laura, su vestido de lino color miel ondeando suavemente, liberando un tenue aroma a limpio. La humedad de la ducha aún le acariciaba la nuca, pero sus mejillas ya tenían el brillo cálido de la noche... o quizás de una emoción contenida que le aceleraba el pulso. Al otro lado del fuego, entre las risas de Mateo y Rodrigo, lo vio. Hugo. Su camisa blanca, con las mangas arremangadas dejando ver sus antebrazos bronceados, contrastaba con el desorden atractivo de su cabello, movido por la brisa. Cuando sus miradas se encontraron,