Los muros fríos del ala más lejana de la abadía parecían respirar en la oscuridad. El silencio solo era interrumpido por el leve crujir de la madera bajo las botas de los supuestos sirvientes del rey. La luna apenas asomaba entre los vitrales empolvados, y el ambiente estaba impregnado de una quietud peligrosa.
Eira caminaba con pasos silenciosos por el pasillo, su hábito blanco resplandecía tenuemente a la luz de las velas que titilaban en los candelabros oxidados. Su corazón palpitaba con fuerza, no por un presentimiento, sino por una certeza: el peligro acechaba.
Cuando dobló el corredor que conducía hacia la biblioteca prohibida, una figura emergió de las sombras como si hubiese estado esperándola. Alto, de presencia imponente y rostro tallado con la arrogancia de la nobleza, el conde le cerró el paso.
—Hermosa visión… —dijo con voz grave y aterciopelada—. No sabía que los ángeles paseaban solos a estas horas.
Se inclinó con una falsa cortesía antes de presentarse—. Me