La mañana era fría y la escarcha cubría los ventanales de la abadía como una capa de cristal quebradizo. Eira, envuelta en su hábito, se inclinó sobre un hombre inconsciente que yacía sobre una cama de heno, junto a la gran chimenea del ala oeste. Llevaba ahí desde la noche anterior, cuando llegó medio congelado, golpeando con fuerza las puertas principales. Entienne, con su rostro rígido, no se había separado de ella ni un instante.
—No puedes quedarte sola con él, no sabemos quién es —gruñó Entienne mientras exprimía un paño tibio y lo colocaba en la frente del herido.
—No estoy sola, estás tú —respondió Eira con una sonrisa suave, mientras le colocaba una manta sobre el pecho desnudo y marcado del hombre—. Además, si llegó hasta aquí en estas condiciones… es porque buscaba algo más que refugio. O a alguien.
Entienne no respondió, pero su ceño se mantuvo fruncido. Celoso, protector. Su mirada siempre regresaba al rostro de Eira, y su mano reposaba, casi por instinto, sobre la empuña