La estancia seguía en silencio, rota apenas por la respiración entrecortada de Eira, que aún no soltaba la mano de Entienne. Los ojos de la joven danzaban entre las miradas de Rowena, Eleonora y Borgia, sin comprender aún el peso real de lo que le acababan de revelar.
Y entonces hizo lo que solo su alma pura podía inspirarle: se inclinó, rodeó a Rowena con sus brazos y la abrazó con ternura. La herida de la tía ardía con fiebre, pero eso no detuvo a Eira, que lloró contra su pecho.
—No me importa tu silencio, ni lo que callaste. Yo no sé odiar… sólo sé amar —susurró—. Y te amo, tía. Te amo por todo lo que hiciste por mí, incluso sin decírmelo.
Rowena tembló entre sollozos, y apenas pudo alzar un brazo para corresponderle.
Eira alzó el rostro, cubierto de lágrimas, y extendió una mano a su madre.
—Ven, mamá… no más secretos. No más distancias. Lo único que quiero es estar con ustedes, como siempre debió ser.
Eleonora, rota por dentro, se dejó caer de rodillas junto a la cama, y las tre