La tarde había cedido lentamente al crepúsculo, y sobre la abadía cayó ese velo gris azulado que precede a la noche. La brisa olía a manzanilla y lavanda, y entre los muros antiguos, los ecos de una vida contemplativa parecían susurrar viejos secretos. Entienne, con el rostro aún marcado por la conversación matutina con Eira, se encaminó por fin a los aposentos de la abadesa Rawena.
El lugar olía a humedad y a incienso, pero también a historia, a esas historias que nunca se escriben pero que manchan las piedras como si fueran tinta. Rawena, recostada en su lecho, lo esperaba con la espalda erguida y los ojos firmes, aún tras la fiebre.
—Padre Entienne —saludó con voz áspera pero digna—. ¿A qué debo su visita?
Él se acercó y se sentó con el porte que le era habitual: recto, imponente, casi inflexible.
—He venido por orden del Pontífice… y del rey de Inglaterra —declaró con solemnidad—. Hay rumores sobre prácticas heréticas en esta abadía. Mi deber es investigar… y, si se confirma la ofe