Entienne alzó la mano bruscamente y le hizo una seña clara: silencio.
Antes de que ella pudiera reaccionar del todo, él se movió con una rapidez contenida y certera. La rodeó con su brazo, sujetándola desde la cintura y pegando su espalda contra su pecho. Con la otra mano, le cubrió la boca con firmeza pero sin violencia.
Eira tembló.
Sintió todo el cuerpo de él contra el suyo. Fuerte, cálido, real. Una corriente le recorrió la columna vertebral y se instaló en su pecho como un fuego lento. El aroma de Entienne la envolvió: era manzanilla y madera, y algo más... algo salvaje. Su aliento tocó su cuello, su oído.
Él también sintió ese estremecimiento. El aroma de Eira… rosas. No de jardín, sino de algo más profundo, más puro. La envolvía sin pedir permiso, llenándole los pulmones y agrietando su férrea voluntad. Por un instante, comprendió a la hermana Rawena. Aquella criatura, frágil y desconocida, tenía el poder de alterar su centro.
Con voz apenas audible, le susurró al oído:
—Guarda