CAPÍTULO 8
Casi una confesión
La mañana siguiente amanecí con una extraña sensación de paz y con el inconfundible peso de un brazo musculoso sobre mi cintura.
Abrí los ojos de golpe.
El brazo pertenecía a Jack.
La Gran Muralla de Almohadas yacía en el suelo, derrotada, como un testigo mudo de nuestra tregua nocturna.
Su rostro estaba a centímetros del mío. Tenía las pestañas largas, la mandíbula definida y una expresión tan serena que parecía un crimen perturbarla.
— ¡Any, estás frita!
—Frita y rebozada en el aceite del príncipe de hielo con sonrisa de verano.
— ¡Y se ve tan guapo!
Me pellizque la pierna para volver a la realidad y recordar quién era él.
Anoche, después del incidente con Duque, el espía felino de mi abuela, la tensión se había disipado, reemplazado por algo más cálido y peligroso.
La confianza.
Jack me había pedido que confia