Emiliano estaba sentado en la oficina de Marcos, con las piernas cruzadas y los dedos tamborileando con impaciencia sobre el brazo del sillón. Miraba el reloj de pared por quinta vez en los últimos minutos. La tensión se notaba en su rostro. Tenía la chaqueta del traje abierta, y una gota de sudor bajaba por su sien pese al aire acondicionado.
Finalmente, la puerta se abrió bruscamente. Marcos Moretti entró con el ceño fruncido y un paso firme, casi violento. Cerró la puerta con un golpe seco y, sin decir una palabra, se dirigió directamente a su escritorio. Soltó los papeles que traía en la mano y se dejó caer pesadamente en su silla de cuero. Se frotó el rostro con ambas manos y suspiró largo y hondo.
Emiliano lo observó detenidamente. Sabía que algo no andaba bien. Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos sobre las rodillas.
—Y bien... ¿Qué dijo Luna? —preguntó con cautela, sin quitarle los ojos de encima.
Marcos levantó la mirada. Sus ojos estaban cargados de molestia, impote