Mundo ficciónIniciar sesiónEl aire olía a encierro, humedad y miedo.
Sara apenas podía moverse. Sus muñecas dolían por las ataduras y sus labios temblaban. La luz mortecina de una bombilla colgante apenas iluminaba la habitación de madera donde la tenían retenida. El suelo crujía con cada paso de los hombres que custodiaban la puerta. Afuera llovía con fuerza, y el sonido constante del agua sobre el techo de zinc le recordaba que estaban lejos de cualquier lugar habitado.
Intentó mover las manos otra vez. Nada. El corazón le latía con tanta fuerza que podía oírlo.
Pensó en su bebé. En cómo debía mantenerse tranquila, pero el miedo era más fuerte. Cada sonido, cada grito lejano la hacía estremecerse.
Hasta que escuchó otro ruido, diferente: un golpe seco, una maldición, y el sonido metálico de algo cayendo.
La puerta se abrió con violencia.
Sara contuvo el aliento.
Scott apareció en el umbral, empapado, con un rasguño en la mejilla y una pistola en la mano. Su camisa blanca estaba manchada de barro y sangre, pero sus ojos, fríos y decididos, la buscaron de inmediato.
—Sara —susurró—. Ven conmigo.
Ella parpadeó, incrédula. No sabía si era un sueño.
—¿Cómo…? —intentó decir, pero él ya se arrodillaba frente a ella.
—No hay tiempo. —Cortó las sogas con un cuchillo pequeño—. Tenemos que salir antes de que regresen.
Sara temblaba tanto que apenas podía sostenerse. Scott la ayudó a ponerse de pie y la sostuvo por la cintura. Afuera, el viento golpeaba las ventanas con furia.
Un hombre apareció por el pasillo, pero Scott fue más rápido. Le dio un golpe con el mango del arma y lo dejó inconsciente.
—¿Qué hiciste? —preguntó Sara, horrorizada.
—Lo justo para que no nos siga —respondió con voz firme, sin mirarla.
Entonces la tomó de la mano—. Confía en mí.
Salieron de la cabaña a toda prisa. El barro les cubría los zapatos, el frío los cortaba. A unos metros, un coche negro esperaba con las luces encendidas. Scott corrió hacia él, empujando la puerta del copiloto.
—Sube.
Sara obedeció, todavía temblando. Él se metió al asiento del conductor, arrancó con un rugido y giró el volante.
El coche avanzó a toda velocidad por un camino estrecho de tierra, con árboles altos a ambos lados.
—¿Cómo supiste dónde estaba? —preguntó ella, aferrada al cinturón.
—Tenían un patrón de movimiento. No eran profesionales —dijo, concentrado—. Localicé el vehículo con ayuda del GPS del sistema de mi empresa. Me tomó una hora encontrarte.
Sara lo miró, con lágrimas que se mezclaban con el agua de la lluvia que entraba por la ventana rota.
—Gracias —susurró.
Scott no respondió. Seguía atento al camino.
El parabrisas vibraba con la intensidad del aguacero, y de pronto, entre la oscuridad, un camión cruzó delante de ellos.
—¡Cuidado! —gritó Sara.
Scott giró el volante con fuerza. El coche derrapó, se deslizó sobre el barro y se estrelló contra un tronco.
El impacto los lanzó hacia adelante, pero el cinturón los contuvo.
El motor chispeó. Humo.
—¿Estás bien? —preguntó él, tosiendo.
Sara asintió, aturdida.
—Sí… creo que sí.
Un ruido detrás los hizo mirar. Dos vehículos se acercaban por el mismo camino, las luces oscilando entre los árboles. Scott abrió la puerta de un golpe.
—Tenemos que salir de aquí.
Ella dudó un instante, pero lo siguió.
La lluvia era tan densa que apenas podían ver más allá de un par de metros. Se internaron entre los árboles, tropezando con raíces y ramas. El barro les cubría los tobillos.
Detrás, los motores se apagaron.
Y entonces, voces.
—¡Por ahí! ¡No pueden haber ido lejos!
Sara se giró, pero Scott le tomó la mano.
—No los mires —le dijo con tono bajo—. Corre.
Y corrieron.
El bosque se abría como un laberinto infinito. El agua les caía en la cara, el viento arrancaba hojas, y cada paso parecía una batalla. Scott se detuvo solo cuando el sonido de los hombres se perdió entre el murmullo de la lluvia.
Ambos respiraban con dificultad. Ella se apoyó en un árbol, temblando.
—No puedo… —murmuró.
Scott se acercó, sosteniéndola por los hombros.
—Sí puedes. —Le limpió el rostro con las manos, empapadas—. Lo haces por él, ¿recuerdas?
Sara bajó la vista a su vientre. Las lágrimas se mezclaron con la lluvia.
—Sí… por él.
Él asintió, y juntos caminaron hasta una pequeña zona donde el suelo era menos fangoso. Scott revisó los alrededores. No se oía nada más que el retumbar distante de los truenos.
—Descansa un momento —dijo, arrodillándose junto a ella.
Sara se dejó caer sobre una piedra cubierta de musgo. Se abrazó a sí misma, tratando de controlar el temblor de sus manos.
Scott volvió unos minutos después con una vieja mochila que había tomado del coche antes del impacto.
—Solo hay esto —dijo mientras revisaba el contenido—. Dos botellas de agua y una barra de granola.
Le tendió la comida—. Come. No me discutas.
Sara lo miró.
—¿Y tú?
Él se encogió de hombros.
—No tengo a nadie que dependa de mí.
Ella bajó la mirada y, con un nudo en la garganta, partió la barra a la mitad.
—Entonces compartimos.
Scott soltó una risa breve, sin mirarla.
—Eres más terca de lo que pareces.
—Y tú más amable de lo que aparentas.
Él levantó una ceja.
—No te acostumbres.
El silencio volvió. El viento soplaba entre los árboles, arrastrando hojas y trozos de ramas.
Sara se recostó un poco, agotada. Sus manos seguían sobre el vientre, como un escudo instintivo.
—¿Cómo fue que te atraparon? —preguntó con voz baja.
Scott exhaló despacio.
—Me llamaron de un número desconocido. Dijeron que te tenían. Que si no me presentaba solo, te matarían. No iba a arriesgarme a que fuera cierto.
Cuando llegué… —hizo una pausa, frotándose el cuello— me golpearon por la espalda. Lo siguiente que supe, estaba en el mismo lugar que tú, atado.
Sara lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Entonces...?
—Esperé a que uno de ellos se durmiera. Logré soltar las manos usando un clavo del suelo. —Se encogió de hombros, con una media sonrisa—. No soy solo un tipo de traje.
Sara sonrió por primera vez en horas, aunque apenas duró un segundo.
—Y salvaste mi vida.
—No. —La interrumpió con firmeza—. Salvaste la mía. Si no hubiera escuchado tu voz, no habría tenido motivo para seguir peleando.
El silencio que siguió fue más intenso que las palabras. El viento se calmó. Sara lo miró de reojo, sintiendo algo nuevo, algo que no tenía nombre.
Scott la observó también, y por primera vez, su mirada se suavizó.
—Vamos a salir de aquí, ¿sí?
Ella asintió.
—Lo sé.
La lluvia arreciaba otra vez. Scott improvisó un refugio bajo un gran árbol, extendiendo la manta sobre el suelo y cubriéndolos con su abrigo. Sara se acurrucó, temblando, mientras él la observaba con atención.
—Tienes que mantenerte caliente. —Le colocó el abrigo encima con cuidado.
—Y tú —replicó ella, devolviéndoselo—, estás empapado.
—No discutas conmigo, Carter.
—No te doy órdenes, Valmont.
Sus miradas se cruzaron. Por un segundo, el miedo se disolvió. Había algo en el silencio que los envolvía, una tensión que no venía del peligro, sino de todo lo que no se decían.
Scott apartó la vista, fingiendo revisar el entorno.
—Dormiré un rato. Tú deberías hacer lo mismo.
Sara se acomodó junto a él, sin responder. Poco a poco, el cansancio la venció. Su respiración se volvió lenta, su cabeza cayó sobre el hombro de Scott. Él se quedó quieto, inmóvil, observando el bosque. Cada ruido lo mantenía alerta.
Hasta que un crujido sonó entre los árboles.
Scott se tensó, apretando la mandíbula.
Otro ruido, más cerca.
Pasos.
Puso una mano sobre el hombro de Sara, susurrando apenas:
—Despierta.
Ella abrió los ojos, aturdida.
—¿Qué pasa?
Scott la llevó suavemente detrás de él, mirando hacia la oscuridad. Las sombras se movían entre los árboles. No podía ver quién era, pero sabía que no estaban solos.
Sara apretó los labios, aterrada, abrazándose el vientre. Scott se inclinó hacia ella, susurrando:
—Si nos encuentran, corres hacia el río. ¿Entiendes?
—¿Y tú?
—Yo los distraeré.
Ella negó con lágrimas en los ojos.
—No te dejaré.
Scott la miró un segundo. Y aunque su voz fue baja, su tono sonó como una promesa:
—No voy a dejar que te pase nada, Sara. Ni a ti, ni a él.
El eco de su voz se mezcló con la lluvia. Y el bosque, testigo mudo, contuvo el aliento.







