Mundo ficciónIniciar sesiónEl aire dentro del apartamento se sentía denso, como si el silencio que se posaba sobre las maletas abiertas pesara más que todo lo que Sara intentaba empacar. Andrea la observaba desde el sofá, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, sin saber si debía decir algo o dejarla hundirse en sus propios pensamientos.
—¿Estás segura de esto? —preguntó al fin, mientras Sara doblaba otra blusa y la colocaba con cuidado en la maleta.
—No tengo muchas opciones —respondió sin mirarla, con la voz baja, casi resignada—. No después de lo que pasó anoche.
Andrea suspiró, acercándose para ayudarla.
—Lo que ese tipo te hizo fue horrible… pero irte a vivir con Scott, ¿no es un paso demasiado grande?
Sara dejó de doblar. Alzó la mirada, y en sus ojos se mezclaba una determinación frágil.
—No lo hago por mí, Andrea. Lo hago por mi bebé. —Llevó una mano a su vientre aún plano—. No quiero que el verdadero padre sepa dónde estoy. No quiero que vuelva a tocarme.
La voz se le quebró al final, y Andrea la abrazó sin decir nada. Permanecieron así unos segundos, hasta que un golpe en la puerta las hizo separarse.
Era un hombre alto, de traje oscuro.
—La señorita Sara, ¿verdad? El señor Scott me envía para ayudarla con su mudanza.
Sara asintió con un hilo de voz. Había esperado eso, pero verlo tan pronto le revolvió el estómago. Tomó su bolso, cerró la maleta y se despidió de Andrea con un abrazo más largo que los anteriores, como si algo en su interior le susurrara que no debía irse.
—Te escribiré cuando llegue —prometió.
Andrea le sonrió, aunque en sus ojos brilló la duda.
—Ten cuidado, ¿sí? No me gusta ese hombre tanto como a ti parece gustarte.
Sara soltó una risa nerviosa.
—Ni siquiera sé si me gusta. Solo… confío en él.
Salió del apartamento con el corazón apretado. El auto que la esperaba en la acera era negro, con los vidrios polarizados y una presencia imponente que contrastaba con la tranquilidad del vecindario. El conductor, el mismo que había llamado, le abrió la puerta trasera con una leve inclinación de cabeza.
—Directo a la residencia del señor Scott, ¿verdad? —confirmó.
—Sí, gracias —dijo Sara, intentando sonar tranquila.
El auto arrancó suavemente, y durante los primeros minutos, el trayecto pareció normal. El cielo gris, las calles mojadas por la lluvia reciente, el sonido tenue del motor... todo encajaba con la rutina. Pero entonces, a mitad de camino, Sara notó algo: la ruta no era la misma que habían tomado la vez anterior.
—Disculpe —dijo con voz temblorosa—, creo que… tomó la salida equivocada. La casa del señor Scott queda hacia el norte.
El hombre no respondió. Solo asintió levemente, sin apartar la vista del camino. Sara tragó saliva. Miró por la ventana: los edificios se volvían menos familiares, las calles más estrechas. Una sensación de alarma comenzó a subirle por el pecho.
—¿Podría detenerse un momento? —insistió—. Quiero llamar a Scott.
El conductor mantuvo el silencio. La tensión se volvió insoportable. Entonces, sin previo aviso, el auto aceleró.
—¡Oiga! ¿Qué está haciendo? ¡Deténgase!
Sara intentó abrir la puerta, pero estaba bloqueada. Golpeó el vidrio con desesperación mientras el vehículo giraba bruscamente hacia una calle lateral vacía. El corazón le latía tan fuerte que sentía que iba a desbordarse.
Sacó su teléfono, pero antes de marcar, una mano enorme apareció desde el asiento delantero y la arrebató de golpe.
—No se mueva —gruñó el hombre.
Sara gritó. El auto se detuvo de golpe y dos figuras encapuchadas abrieron la puerta trasera. Ella pataleó, arañó, luchó con todas sus fuerzas, pero uno de ellos la sujetó por los brazos y el otro le cubrió la boca con un trapo empapado.
El olor químico y penetrante la mareó de inmediato.
—¡No…! ¡Por favor!— alcanzó a murmurar antes de que la oscuridad la envolviera.
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Cuando despertó, el aire era frío y olía a humedad. Estaba tendida sobre un suelo de cemento, con las muñecas atadas. Una bombilla parpadeante iluminaba un espacio reducido y sin ventanas.
La cabeza le dolía, la garganta le ardía. Intentó moverse, pero la cuerda le lastimó la piel.
—Al fin despiertas —dijo una voz desde la penumbra.
Sara alzó la vista. Un hombre, sin máscara ahora, la observaba con una sonrisa torcida. No lo conocía, pero algo en su mirada le resultó familiar, como un eco del pasado.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? —preguntó, la voz quebrada.
El hombre se agachó a su altura.
—No te preocupes, preciosa. Solo queremos que tu novio coopere.
Sara se quedó helada.
—¿Scott…?
—Sí. —La sonrisa se ensanchó—. Él no es tan intocable como cree. Y tú… tú eres la manera perfecta de recordárselo.
La sangre se le heló. Intentó gritar, pero el tipo le dio una bofetada tan fuerte que la cabeza le giró.
—No intentes resistirte, nena. No saldrás de aquí hasta que él firme lo que debe firmar.
Ella sintió las lágrimas brotar, pero no las dejó caer. En su mente, una sola imagen le daba fuerza: su bebé. No podía quebrarse, no podía permitir que le hicieran daño. Tenía que resistir.
El hombre se alejó, cerrando la puerta tras él. El sonido del cerrojo resonó como una sentencia.
Sara apoyó la frente en sus rodillas, respirando entre sollozos. Todo su cuerpo temblaba. Entonces escuchó algo: un golpe, luego otro, desde el otro lado de la pared.
—¿Hola? —susurró con desesperación—. ¿Hay alguien ahí?
Un silencio breve, y después, una voz que la hizo detener el aliento.
—Sara… ¿me oyes?
El corazón le dio un vuelco.
—¿Scott?
—Sí. Estoy aquí —respondió él, con la voz ronca pero firme—. Te sacaré de aquí, te lo prometo.
Las lágrimas que había contenido se desbordaron al instante.
—Pensé que no volvería a verte…
—Tranquila —dijo él al otro lado—. Mantente fuerte. No dejes que te asusten. Estoy planeando algo.
Sara cerró los ojos, aferrándose a esas palabras como si fueran su única cuerda de salvación. En medio del miedo, el dolor y la incertidumbre, una pequeña chispa de esperanza se encendió en su pecho.
Porque aunque estaba atrapada, ya no estaba sola.
Y si algo había aprendido en los últimos días, era que Scott no era un hombre que se rindiera fácilmente.
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Al otro lado del muro, Scott respiraba con dificultad, las muñecas atadas con alambre y el rostro ensangrentado. Pero cada vez que escuchaba la voz de Sara, cada vez que imaginaba el terror en sus ojos, algo dentro de él se volvía más feroz.
Sabía quién estaba detrás de todo aquello. Y juró que, cuando salieran de allí, no quedaría ni una sola persona que se atreviera a tocarla otra vez.







