Mundo ficciónIniciar sesiónLondres amanecía con un cielo del color del plomo. La lluvia caía débil, pero constante, como si el invierno se negara a soltar su último aliento. Sara caminaba rápido, el abrigo cerrado hasta el cuello y el corazón latiendo con fuerza. No había podido dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía los flashes, los titulares, los rostros curiosos en la calle.
Sabía que la noticia de Scott Valmont, futuro padre seguía ocupando las portadas. Y lo peor era que, en todas, su rostro aparecía junto al de él.
Había pensado en escapar, tomar un tren a otra ciudad, desaparecer. Pero su embarazo ya no le permitía arriesgar tanto. Además, parte de ella seguía tratando de convencerse de que todo esto, de alguna forma, se resolvería.
Sin embargo, desde que salió de casa, había tenido la sensación de que alguien la seguía.
No era paranoia.
Los pasos detrás de ella eran medidos, discretos, demasiado insistentes.
Sara se giró de pronto, pero solo vio una silueta borrosa entre los paraguas. Aceleró el paso, dobló en una esquina y entró en un pequeño café. El aroma a pan recién horneado la envolvió, dándole un respiro. Pidió un té y se sentó junto a la ventana, tratando de calmarse.
Fue entonces cuando lo vio. Scott Valmont estaba allí.
No había guardaespaldas, ni corbata, ni semblante de ejecutivo. Solo un hombre con el abrigo aún húmedo, las mangas arremangadas y una mirada que mezclaba cansancio y control.
—Parece que ambos tenemos la costumbre de encontrarnos en los lugares menos esperados —dijo él, con voz baja.
Sara dejó la taza en el plato, tensa.
—¿Me siguió?
Scott sostuvo su mirada, sin disculparse.
—Digamos que me aseguré de que llegara bien. Hay periodistas por todas partes. Y... otras personas menos amables.
El tono de su voz hizo que algo en el pecho de ella se encogiera. No era solo preocupación. Era advertencia.
—No tiene que protegerme, señor Valmont. —Sus dedos temblaban ligeramente sobre la taza—. Ya tengo bastantes problemas con todo esto.
Él no se movió.
—No lo hago por compasión, Sara. —Pronunció su nombre como si pesara más de lo que debía—. Lo hago porque ya está involucrada. Y porque mi familia... no es precisamente indulgente.
Sara tragó saliva, pero antes de responder, su móvil vibró sobre la mesa.
El nombre en la pantalla la paralizó.
Henry.
El aire pareció quedarse sin oxígeno. Scott notó el cambio en su expresión.
—¿Quién es?
Ella apartó el teléfono. —Nadie importante. —Mintió.
Pero la voz del pasado ya estaba hiriendo las paredes de su mente. “No puedo con esto. Lo siento.”
Aquel mensaje la había destruido.
Ahora, él volvía a buscarla.
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Esa noche, el apartamento de Sara olía a sopa caliente y lavanda. Andrea, su compañera de piso, la observaba desde el sofá con los brazos cruzados.
—Sara, te juro que si no me explicas ahora, me vuelvo loca. —Encendió el televisor, donde las imágenes de Scott seguían apareciendo—. ¿Qué *demonios* hiciste? ¡Eres tendencia mundial!
Sara dejó caer la cuchara en el plato.
—Nada. Solo... estuve en el lugar equivocado. —Se hundió en el sillón, agotada—. Todo empezó en el hospital, una confusión... y luego la prensa. Ahora dicen que voy a tener un hijo de un hombre al que apenas conozco.
Andrea arqueó una ceja. —¿Apenas conoces? ¿Y ese hombre es el CEO de Valmont Industries?
Sara suspiró. —Sí. Y ahora todo el mundo cree que somos una pareja.
—Bueno... —Andrea se inclinó hacia ella con una sonrisa traviesa—. Si vas a fingir un romance, al menos elegiste al más atractivo de Londres.
—No es gracioso —dijo Sara, aunque no pudo evitar reír suavemente.
Pero la risa se quebró enseguida. El miedo volvía a filtrarse, silencioso, como la lluvia en la ventana.
Andrea la miró más seria. —¿Qué vas a hacer?
Sara guardó silencio un momento.
—No lo sé. Scott quiere que hablemos, que nos veamos otra vez. Pero no quiero que mi vida siga en boca de todos. Solo quiero paz.
Andrea iba a responder, pero el teléfono de Sara volvió a vibrar.
Henry otra vez.
Esta vez, con un mensaje.
Necesito verte. Solo quiero hablar. Por favor.
El corazón de Sara dio un salto. Dudó durante minutos, pero la necesidad de cerrar ese capítulo pudo más.
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El lugar de encuentro era un parque cercano al Támesis. La bruma cubría los faroles y las hojas caídas formaban un manto dorado bajo sus pies. Henry la esperaba en uno de los bancos, con la misma chaqueta que usaba meses atrás, pero con el rostro distinto: más delgado, más sombrío.
—Gracias por venir —dijo él, con una sonrisa que no llegaba a los ojos.
—Solo quiero saber qué quieres —respondió ella, sin acercarse demasiado.
Henry se pasó una mano por el cabello. —Me equivoqué, Sara. Fui un idiota. No debí dejarte. Quiero intentarlo otra vez.
Sara sintió el aire cortarle el pecho. —No puedes aparecer después de todo lo que hiciste. No puedes simplemente... —Su voz tembló—. No puedes volver y pedirme eso.
Henry dio un paso hacia ella.
—Sé que estás con ese tipo, con Valmont. Lo vi en las noticias. —Su tono se volvió agrio, casi violento—. Pero no te engañes, Sara. Esa gente tiene dinero, y tú tienes algo que él necesita.
Ella retrocedió.
—No hables así. No sabes nada.
—Sé que puedes sacarle dinero. —La tomó del brazo con fuerza—. ¡Dime que lo estás haciendo por ti, por nosotros!
Sara forcejeó. —¡Suéltame!
Henry la empujó. Cayó al suelo, el dolor golpeándole las rodillas, el miedo estrujándole el corazón.
Entonces, una voz cortó el aire como una cuchilla.
—Aléjate de ella.
Scott estaba ahí.
No supo de dónde había salido, pero su presencia llenó el parque entero. Llevaba el abrigo oscuro, la mirada helada y una furia contenida que hizo retroceder a Henry.
—¿Y tú quién te crees? —escupió Henry.
Scott no respondió. Dio un paso al frente, solo uno, y bastó para que el otro retrocediera. La tensión era un hilo a punto de romperse.
Henry soltó una carcajada nerviosa. —Esto no ha terminado, Sara. —Y echó a correr entre la niebla. Durante unos segundos, solo se oyó el viento.
Scott se agachó junto a ella, extendiendo una mano.
—¿Estás bien?
Sara asintió, aunque sus labios temblaban.
—¿Cómo... cómo me encontraste?
—Te seguí —confesó, sin rodeos—. No estaba tranquilo. Te vi salir y te perdí por un momento, hasta que escuché los gritos.
Ella lo miró, incrédula.
—¿Por qué haces todo esto? No tienes obligación alguna.
Scott sostuvo su mirada.
—Tal vez no. Pero no pienso quedarme de brazos cruzados mientras alguien te hace daño.
Sus palabras fueron tan firmes, tan sinceras, que algo dentro de Sara se quebró. No lloró, pero la respiración se le entrecortó.
Él se incorporó, ofreciéndole el brazo.
—Ven. Te llevaré a casa.
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El coche se detuvo frente al edificio. Andrea esperaba en la entrada, alarmada.
—¡Dios mío, Sara! ¿Dónde estabas?
Pero ella no contestó. Solo abrazó a su amiga con fuerza, como si buscara anclarse a algo real.
Scott se quedó de pie junto al coche, observándola. En sus ojos había algo nuevo: respeto, quizá preocupación... o algo que ninguno de los dos estaba listo para nombrar.
Sara lo miró una última vez antes de entrar. Y aunque no lo sabía aún, en esa mirada silenciosa comenzó a decidir su destino.
Porque esa noche, entre el miedo, la vergüenza y el cansancio, comprendió algo: para proteger a su bebé, tendría que aceptar el trato que tanto había evitado.







