Mundo ficciónIniciar sesiónEl coche negro se detuvo frente a la entrada principal de la mansión Valmont, un edificio tan imponente que parecía desafiar al cielo. El aire olía a lluvia y a dinero viejo.
Sara se quedó unos segundos sin moverse, viendo su reflejo en el cristal. No parecía ella: el abrigo prestado, el cabello suelto, los ojos que habían dejado de brillar desde que su nombre apareció en los titulares.
El chofer abrió la puerta con una leve inclinación.
—El señor Valmont la espera, señorita Carter.
“Señorita Carter.”
Le resultó irónico. En pocas horas, el mundo entero la vería como la prometida del heredero Valmont.
Respiró hondo y bajó. El mármol del vestíbulo la recibió con un silencio frío. Dos criadas se miraron entre sí al verla, cuchicheando apenas. Sara fingió no notarlo. Caminó con paso firme, aunque sus manos temblaban.
Scott la esperaba al pie de la escalera, vestido con un traje negro impecable. La observó de arriba abajo, sin una palabra. Pero sus ojos, esos grises y cortantes, la recorrieron con un detenimiento que la desarmó.
—Llegó a tiempo —dijo, simplemente.
—No suelo hacer esperar —replicó ella.
La comisura de sus labios se curvó, apenas.
—Veremos cuánto dura esa costumbre.
Scott le ofreció el brazo, un gesto que parecía tan forzado como todo lo que los unía.
—Mi padre ya está abajo. Recuerde lo que dijimos: usted y yo nos conocimos en el hospital, nos enamoramos y planeamos casarnos.
—Perfecto —dijo ella, seca—. Un cuento de hadas.
Él no respondió. Solo la miró, y por un instante, Sara creyó ver algo más que frialdad en su mirada. Algo parecido al cansancio.
O tal vez culpa.
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El salón principal era una catedral de lujo. Chimeneas de mármol, cortinas pesadas, retratos de antepasados observando desde las paredes.
Y en el centro, un hombre de cabello blanco, con la piel demacrada y los ojos vivos: Alastor Valmont, el patriarca.
—Así que tú eres Sara —dijo, sonriendo débilmente—. La mujer que logró lo que nadie: domar a mi hijo.
Sara tragó saliva y fingió una sonrisa.
—No sé si lo he domado, señor. Solo intento seguirle el paso.
El anciano soltó una risa suave.
—Buena respuesta. Me gusta tu espíritu.
Scott, de pie tras ella, mantuvo la compostura, pero sus dedos se cerraron con fuerza. Sara lo sintió. Esa tensión invisible entre ambos crecía con cada palabra.
—¿Y cuándo será la boda? —preguntó el padre, emocionado—. No puedo morirme sin ver a mi hijo feliz.
Sara abrió la boca, pero Scott fue más rápido.
—Pronto. Estamos preparando todo.
—¡Maravilloso! —Alastor la tomó de la mano—. Te ves tan nerviosa. No tienes por qué estarlo. Nuestra familia es… —Su voz se quebró apenas—. Somos difíciles, pero no malos.
Antes de que Sara respondiera, una voz femenina la interrumpió desde el pasillo:
—Eso depende de a quién preguntes.
Una mujer de unos treinta años, rubia, con un vestido beige ajustado, entró con paso firme. Su mirada se posó en Sara, evaluándola de pies a cabeza.
—Así que tú eres la nueva adquisición de Scott.
Sara no supo si reír o marcharse. Scott apretó la mandíbula.
—No empieces, Claire.
—¿Por qué no? —replicó ella—. Papá tiene derecho a saber con qué clase de mujer te estás comprometiendo. Una desconocida, sin apellido, sin… —Sonrió, venenosa—. Historia.
El silencio fue tan espeso que Sara sintió cómo el aire le raspaba los pulmones.
—Tiene razón —dijo finalmente, mirando directo a Claire—. No tengo apellido que valga millones, pero tengo algo que quizá ustedes no: dignidad.
La respuesta fue un cuchillo envuelto en terciopelo. Incluso el anciano pareció contener una sonrisa.
Scott la miró de reojo. Por primera vez, no supo si debía reprenderla o admirarla. Pero lo que sí supo fue que Sara Carter no era una pieza más en su juego.
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Cuando la reunión terminó y Alastor se retiró a descansar, Scott la acompañó hasta el jardín trasero. El cielo gris comenzaba a oscurecerse y el viento agitaba el vestido de Sara.
—Eso fue imprudente —dijo él, rompiendo el silencio—. Mi hermana no olvida las humillaciones.
Sara lo miró, desafiante.
—Entonces estamos empatados.
Él frunció el ceño.
—¿Empatados?
—Usted también me humilla, señor Valmont. Solo que lo hace con palabras bonitas.
Scott dio un paso hacia ella.
—No me interesa humillarla, Sara. Solo mantener el control.
—¿El control o la mentira? —susurró ella.
Él se quedó inmóvil. El viento agitó su cabello, y por primera vez, sus ojos grises se suavizaron.
—Mi padre no puede morir creyendo que su hijo es un fracaso —dijo en voz baja—. No quiero su compasión. Solo su cooperación.
Sara bajó la mirada.
Por un segundo, pensó que tal vez detrás del empresario frío había un hombre que también sangraba.
Pero se obligó a recordarse por qué estaba allí.
No por él.
Por su hijo.
—Está bien —dijo finalmente—. Fingiré ser su prometida. Pero no olvide una cosa, señor Valmont: cuando esto acabe, usted y yo seremos completos extraños.
Scott dio un paso más, tan cerca que Sara sintió su respiración en la piel.
—Eso intenta decirse a sí misma.
Sara retrocedió, el corazón desbocado.
—No se equivoque. Yo no soy una de sus conquistas.
Él inclinó la cabeza, con una sonrisa apenas visible.
—Lo sé. Por eso me cuesta tanto ignorarla.
El silencio se quebró con el sonido distante de un trueno.
Y mientras Scott se alejaba hacia la casa, Sara entendió algo que la asustó más que cualquier mentira:
no estaba fingiendo del todo.







