Aren apareció entre las sombras, con esa arrogancia fría que helaba la sangre. Sin decir una palabra, hizo una señal, y uno de sus machos más fuertes tomó a Narella en brazos como si fuera un simple trofeo.
El solo hecho de verla en manos ajenas encendió una furia salvaje en Persedon.
Un gruñido gutural brotó de lo más profundo de su pecho, grave y amenazante, como el rugido de una tormenta que está por desatarse.
Pero Aren, sonriendo con malicia, alzó un arco y apuntó directamente a Persedon con una flecha oscura, cuyo brillo verdoso revelaba el veneno mortal.
—Tranquilo, su majestad… —dijo con voz burlona—. Esto es muy simple. Viene con nosotros y salvará a su mate. No lo haga… y la verá morir aquí mismo, lentamente.
Persedon no apartaba la mirada de su hembra. Narella estaba pálida, temblando, con la respiración entrecortada.
Él sintió cómo su corazón se comprimía, atrapado entre la rabia y el miedo. No podía perderla. No ahora.
No nunca.
Finalmente, conteniendo el impulso de lanza