Todos miraron a Rhyssa.
Pero ninguna mirada fue tan devastadora como la de Jarek.
Su presencia se volvió un muro de pura energía.
Sus ojos —rojos como la sangre, rojos como la furia del lobo ancestral que ardía dentro de él— no pestañeaban.
La miraban.
La traspasaban.
Como si ya no viera a una loba, sino a una traidora vestida de seda.
Rhyssa tragó saliva.
Podía sentirlo.
Su lobo interior se encogió.
Aulló en su mente, lleno de un miedo que ni siquiera el instinto podía calmar.
Sabía que, si se transformaba en ese instante, si siquiera intentaba defenderse como loba, moriría en segundos.
No por el juicio de los demás… sino por la furia pura del Rey Alfa.
Pero, aun así, intentó hablar.
Con la desesperación de quien se ve a punto de caer en el abismo.
—¡No es verdad, mi Rey! ¡Mi Alfa! —exclamó, con los ojos humedecidos y la voz temblorosa—. ¡Recuerde… por favor! Rhyssa, su sierva… yo lo salvé de la muerte cuando nadie más lo hizo. ¡Lo cuidé cuando fue herido en la frontera! ¿Ya lo ha o