Alessander la abrazó con fuerza, como si con ese gesto pudiera protegerla de todo el horror que los rodeaba.
Sentía el temblor de Narella contra su pecho, su respiración agitada, la fragilidad de su cuerpo presionado contra el suyo.
Su corazón latía con violencia, no solo por el miedo, sino por esa necesidad urgente de mantenerla a salvo, de no dejarla ir jamás.
Los disparos estallaron como truenos en la tormenta.
Los guardias reales, obedeciendo antiguas órdenes de Jarek, usaban los rifles de largo alcance que años atrás habían sido creados para resistir rebeliones como esta.
El eco de los disparos se mezclaba con los gritos, con el caos, con la sangre que manchaba la cubierta. Los hombres enemigos fueron cayendo uno a uno.
No hubo misericordia. No hubo piedad.
—¡Estamos a salvo, su majestad! —gritó uno de los soldados.
Alessander no respondió. Solo miraba a Narella, aun entre sus brazos, con una mezcla de alivio y miedo. Se habían salvado... pero, ¿a qué costo?
Sus ojos se encontrar