Elara descendió sola por el oscuro y húmedo pasillo de las mazmorras.
El eco de sus pasos resonaba como una sentencia. Cada peldaño que bajaba la acercaba a la mujer a la que más odiaba en ese momento.
No era solo ira lo que sentía. Era algo más profundo, más venenoso: traición, deslealtad, y una sed de venganza que hace mucho no sentía.
Kaela estaba ahí, encadenada, sucia, pero aun con esa sonrisa desafiante que a Elara le hervía la sangre.
—¿Viniste a matarme, Luna Dorada? —se burló la traidora, su voz áspera pero aún altiva.
Elara se detuvo frente a la celda.
La miró fijamente, sin una pizca de piedad. En sus ojos dorados ardía la furia de una loba herida y una reina ultrajada.
—No —respondió, con una voz tan fría que heló el aire—. No voy a matarte, Kaela… eso sería un favor. Lo que voy a hacerte será tan lento, tan cruel, que rogarás por la muerte cada segundo. Pero yo me encargaré de que no llegue hasta que no quede ni una chispa de alma dentro de ti.
Kaela, por primera vez, se