La neblina del bosque se cernía sobre ellos como un manto espeso, sofocante.
El aire olía a tierra húmeda y a un peligro invisible que se enroscaba alrededor de sus almas.
Narella y Alessander se miraban como si ese instante fuera lo último que les quedaba.
En sus ojos había miedo… un miedo atroz, visceral. Pero también había algo más profundo: el terror absoluto de perderse el uno al otro.
El viento agitaba el cabello oscuro de Narella, enredándolo como si el bosque intentara retenerla.
Su respiración era rápida, y en sus pupilas dilatadas brillaba el reflejo del lago del Olvido, que se extendía detrás de ella como un espejo sombrío. Alessander no apartaba los ojos de su rostro.
Sus dedos, temblando, buscaron la mano de ella y la apretaron con fuerza, como si ese contacto pudiera anclarla a su mundo.
—Hazlo… —susurró Narella, y su voz se quebró—. Si tienes que hacerlo, hazlo.
Un nudo ardiente se formó en la garganta de Alessander. Sentía el frío como una espada helada clavándosele en