Subieron la escalinata resbalosa con cuidado, cada paso un pequeño desafío debido a la humedad que cubría las piedras antiguas.
El aire se hacía más frío a medida que ascendían, una brisa helada que parecía querer advertirles del peso de la montaña que estaban por conquistar. Sin embargo, no había marcha atrás.
Cada uno sentía en el pecho la urgencia que los impulsaba a llegar a la cima.
La silueta de la montaña de Brisa Blanca se recortaba en el horizonte, un lugar envuelto en leyendas y susurros antiguos, un sitio donde pocos se atrevían a poner un pie, y menos aún con la intención que ellos tenían.
Finalmente, tras varios minutos que parecieron eternos, alcanzaron la cima.
El paisaje que se desplegó ante ellos fue inesperado, casi irreal. El cielo no era el que conocían; estaba teñido de un color nacarado, una mezcla sublime entre el rosa, el dorado y el azul pálido, como si el atardecer hubiera quedado suspendido en el tiempo y espacio. La brisa fría les azotaba el rostro, pero no