Yago retrocedió tambaleante, con los ojos abiertos como platos, mientras la sangre comenzaba a brotar de su costado, cálida y espesa.
Miró a la loba dorada, esa criatura a la que alguna vez admiró, deseó y quiso dominar, como si no pudiera procesar lo que acababa de pasar.
Su expresión era un cóctel de sorpresa, angustia y traición.
—No… —susurró, más para sí que para ella.
Jamás pensó que ella sería capaz.
Jamás imaginó que la loba dorada a la que había subestimado tantas veces sería quien lo llevaría a sus últimas fuerzas.
Cayó de rodillas.
Ese momento era el final de su sueño. Ese sueño donde él reinaba, donde la tenía a sus pies.
Pero ahora... ahora todo era una pesadilla. Una pesadilla con dientes y decisiones.
Esla no se permitió titubear.
Sabía que, si mostraba compasión, si se quedaba quieta, le estaría dando la oportunidad de acabar con ella. Y no podía permitírselo. No otra vez.
Con una mezcla de dolor y rabia, se lanzó sobre él una vez más y, con un solo mordisco certero, a