Mahi soltó su mano con una violencia contenida, como si la voluntad misma se le hubiera escapado entre los dedos.
Sus ojos ardían en lágrimas que no terminaban de caer; su voz era demasiado débil.
—¡Yo no te perdono! Déjame ir con mi hijo —susurró, como una súplica que llevaba en la dignidad y la desesperación de una madre.
Crystol la miró, sintiendo el golpe del rechazo en el pecho; quiso decir mil cosas, abrazarla, suplicarle que le creyera, pero el tiempo se rompía alrededor de ellos.
En ese instante la puerta se abrió de golpe.
Un guardia entró jadeando, parecía que traía la peor de las noticias.
—Su majestad… —dijo con voz entrecortada—. El ejército de los Kan está en la puerta. ¡Vienen contra el Rey Alfa! El príncipe Heller… ha dado la orden de derrocarlo. ¡Rey Alfa, debe escapar!
Crystol quedó perplejo, pero no paralizado.
Algo frío le atravesó el cuerpo: la traición que se gestaba en las sombras se había convertido en llamas en la puerta.
Mahi tomó aire, la realidad se volvió u