Jarek la encontró en los jardines del castillo, bajo la tenue luz de la luna llena.
Pero ya no era Elara quien estaba ahí… Era Esla, su forma loba, su alma salvaje.
La majestuosa loba dorada se hallaba sobre la colina del jardín central, su pelaje brillaba como si la luna misma la abrazara.
Pero no era paz, lo que emanaba… era furia. Era un dolor tan profundo que quemaba como lava. Sus patas golpeaban la tierra, levantando polvo con cada zarpazo.
Gruñía con intensidad, los colmillos expuestos, los ojos encendidos. Parecía lista para atacar.
Jarek frenó en seco, el pecho agitado.
—¡No puedes escapar de mí! —gritó con desesperación—. ¡Esla… ¡Elara!
La loba giró lentamente su cabeza y lo miró.
En sus ojos azul eléctrico no había dulzura, ni amor… solo traición, rabia y un dolor indescriptible.
Su gruñido retumbó en el aire como una sentencia de muerte.
Jarek sintió un nudo en la garganta, no de miedo, sino de algo mucho peor: culpa.
Era su loba destinada. Su alma gemela. Y en esos ojos ya