Esla caminaba entre los árboles, descalza, envuelta en su forma de loba dorada, como si la tierra pudiera consolarla con cada pisada suave.
El frío del bosque no la tocaba, pero la tristeza sí. Corría por su sangre como un veneno lento, quemándole el alma.
El cielo estaba despejado, y la luna colgaba en lo alto como una testigo muda de su miseria.
Su pelaje brillaba bajo esa luz pálida, reflejando un fulgor dorado que antes habría sido motivo de orgullo, pero que ahora no significaba nada.
Solo era brillo sobre una jaula invisible.
Sabía que no podía escapar. Era vigilada. Seguida. Estudiada.
Así que volvió. Volvió al lugar donde se sentía prisionera.
Volvió al castillo, como una loba derrotada.
Al cruzar las puertas, no dijo palabra. Subió las escaleras con las patas pesadas, como si cada escalón fuera un recuerdo que pesara demasiado.
Ya en su habitación, se dejó caer sobre el suelo y dejó que su cuerpo se transformara. La magia de su linaje se deshizo en silencio.
Elara volvió a su