Capítulo: Fingir para vivir

Elara dio un paso atrás, acorralada contra la pared de piedra. Su respiración era un jadeo roto.

De pronto, hizo un gesto sutil, casi imperceptible. Pero esa pequeña chispa de movimiento, nacida desde lo más profundo de su alma, parecía encender una llama ancestral.

Fue como si un rayo invisible surgiera de su cuerpo, una onda de poder reprimido que rasgó el aire con la furia de su loba dormida.

Rael soltó un gruñido áspero, lleno de sorpresa y dolor.

Su cuerpo fue impulsado hacia atrás y cayó de espaldas, con torpeza, tambaleándose. Por un instante, sus ojos brillaron con algo parecido al miedo.

—¿Qué demonios…? —murmuró con la voz temblorosa, antes de fruncir el ceño con ira—. ¡Elara!

La miró con un terror cargado de arrogancia herida, como si en ese momento comprendiera que ella no era la criatura dócil que él había moldeado, sino algo más grande.

Algo que se le escapaba de las manos. Ella estaba dando una muestra de su gran poder, y eso era inadmisible para él.

—¡Soy tu Alfa! ¡Me debes respeto! —rugió, pero su voz ya no tenía el mismo peso.

Y entonces se lanzó sobre ella, furioso, rompiendo con brutalidad la cadena que los separaba.

Elara cayó al suelo.

Sintió cómo la piedra fría se clavaba en su espalda, y el cuerpo de Rael la aplastaba, inmenso y sofocante.

Sus manos le desgarraron la ropa con violencia, dejándola expuesta, vulnerable.

El pánico le subió por la garganta como un grito atrapado.

—¡Te haré mía! —vociferó con voz jadeante—. ¡Y te marcaré de una maldita vez! ¡Serás mi Luna sumisa, lo quieras o no! —dijo consiente que debía someterla o ella lograría ser más fuerte, incluso que él mismo.

—¡No! ¡Por favor, no! —gritó Elara, con lágrimas desbordando sus ojos—. ¡Detente!

Alguna vez había soñado con ese momento, con la ceremonia sagrada de unión entre almas… pero esto no era un rito de amor.

Era un crimen. Era una profanación.

Esla… ¡Sálvame!”, gritó en su interior, implorando a su loba, a su espíritu guardián.

Sus ojos cambiaron de color, se volvieron de un celeste eléctrico brillante, como si una tormenta estuviera naciendo en su interior.

Por un segundo, Rael vaciló… pero enseguida sacó un frasco de su saco, un brebaje oscuro y espeso.

—¡No más juegos! —gruñó.

Forzó la mandíbula de Elara y le hizo beberlo.

Ella luchó por escupirlo, pero era demasiado tarde. Su cuerpo comenzó a entumecerse.

La conexión con Esla se desvaneció como humo entre los dedos. Todo se volvió borroso, lejano, como si estuviera flotando fuera de sí misma, atrapada en su propio cuerpo.

Lo sintió.

Sintió la invasión, el dolor, la humillación.

Cada empujón, cada jadeo del Alfa, era como un cuchillo hondo que le arrancaba pedazos del alma.

Luchó. Su cuerpo se sacudía, intentaba apartarlo, pero él se aferraba con más fuerza, como un depredador hambriento.

Hasta que no pudo más.

Cayó en un estado de quietud muda. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Ya no lloraba. Ya no gritaba. Solo respiraba para no morir.

Y cuando terminó, como si todo eso no fuera suficiente, Rael la sujetó con fuerza y hundió los colmillos en su cuello.

Elara gritó. No fue un grito humano.

Fue un aullido desgarrador, una súplica a la Luna, a la Diosa, a cualquier ser divino que pudiera oírla. Gritó hasta que la garganta se le quemó.

Gritó con todo el odio y la desesperación que cabían en su alma.

El hombre se apartó, jadeante. Se acomodó la ropa, satisfecho.

En su rostro, una sonrisa burlona.

—Ahora estás marcada, Elara —susurró, mirándola como si fuera un trofeo—. Mía. Para siempre. Mi Luna, aunque no lo quieras.

Ella no respondió. No podía.

Pero en lo más profundo de su alma, muy lejos de donde alcanzaba la conciencia, un eco comenzó a latir. Una furia dormida. Una loba herida.

 Y ese eco… estaba despertando.

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