Elara entreabrió los ojos con un parpadeo lento, como si despertara de un sueño profundo y perturbador. Fue entonces cuando la vio.
No era cualquier loba que se apareciera en su mente, ni una simple imagen pasajera.
Era su loba, la esencia misma de su alma: un magnífico lobo dorado, de pelaje reluciente y ojos celestes que brillaban con la calma y la sabiduría de mil lunas.
Durante un instante, Elara pensó que todo aquello era un espejismo, una visión creada por su mente cansada y atormentada.
Pero las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, derramándose silenciosas y abundantes, como un río que necesitaba desahogarse.
La comunicación entre ellas era silenciosa, pero profunda; un diálogo sin palabras, solo en pensamientos.
“Querida, deja de luchar,” susurró la loba, una voz cálida que acariciaba el alma.
“Eres la Gran Loba, la última dorada, la elegida para engendrar Alfas dorados y Lunas sanadoras. Levántate, seca, esas lágrimas que no te representan. Vamos a escapar de este infierno que te encierra.”
Elara sintió ese llamado como un fuego sagrado ardiendo dentro de ella.
Asintió lentamente, permitiendo que esa fuerza ancestral la invadiera, dando brillo a su mirada apagada.
“¿Qué debo hacer, loba mía?”, preguntó, con la voz aún temblorosa pero cargada de esperanza.
“Llámame Esla,” respondió la voz, suave y firme, como la brisa antes de la tormenta.
“Y lo primero, Elara, es no tener miedo. Debes ser más inteligente que ellos. Confía en mí. No luches ahora, no con ellos. Cede, camufla tu fuerza, escóndete en la sombra hasta que llegue el momento exacto.”
Elara frunció el ceño, confundida.
—¿Qué? —murmuró, sin entender del todo ese consejo.
Pero sabía, en lo más profundo, que Esla tenía razón. Que su lucha no debía ser frontal, sino astuta.
Que su supervivencia dependía de aprender a esperar y a atacar en el instante preciso, cuando la luna estuviera de su lado.
***
Un ruido abrupto interrumpió la tenue conexión que Elara tenía con su loba dorada.
La imagen se desvaneció, como si el viento hubiera borrado la última brizna de esperanza que la acompañaba.
Y entonces, ante sus ojos cansados y doloridos, apareció Alfa Rael.
Elara lo miró con un odio tan profundo que parecía quemar cada fibra de su ser.
Sus ojos, antes llenos de lágrimas, ahora destilaban fuego y resentimiento.
—¡No me mires así, Elara! —su voz era un mandato, una mezcla de frustración y una arrogancia casi insoportable.
Él se arrodilló frente a ella, acercándose con una confianza que rozaba la arrogancia.
La pobre Elara estaba atada por una sola mano, su rostro marcado por los golpes, enrojecido y magullado, un reflejo cruel del tormento al que la sometía.
—Escúchame, cariño —dijo con una voz que intentaba ser dulce, pero que en realidad estaba llena de amenaza—. Vas a ser la Luna de esta manada. ¿Por qué no aceptas tu destino? ¿Quieres que sea tuyo? Bien. Me turnaré para aparearlas a las dos. Incluso, alguna vez podremos aparearnos los tres juntos. Verás que te gustará.
Un asco helado subió desde lo más profundo de Elara, retorciéndole el estómago y llenando sus ojos de lágrimas que no podía contener.
«¿Cómo pude amarte, Rael?», pensó con amargura y dolor.
«Ahora solo me provocas odio y repulsión»
—Tus cachorros serán los mejores —continuó Rael, sin notar o quizá sin importar el daño que sus palabras causaban—. Serán los Alfas destinados. Pero no puedes impedir que mi mate los críe. ¿Por qué eres tan egoísta, Elara? Te ofrezco más de lo que podrías soñar. Si no te quisiera ni un poco, ya te habría desterrado a ser una simple criada.
Elara reunió todo el valor que le quedaba y, con la voz quebrada, pero firme, respondió:
—¡Prefiero ser criada que ser tuya!
Rael la miró fijamente, la frialdad de sus ojos intensificó el ambiente oscuro que los rodeaba.
—¿Esa es tu última palabra?
Ella asintió con firmeza, sintiendo en el pecho un dolor punzante y quemante que le atravesaba el alma.
De repente, un maldito dolor la invadió, un tormento insoportable, un grito ahogado que escapó de su garganta.
Era la orden del Alfa, una cadena invisible que en el cuerpo de una loba dolía como mil cuchillas clavándose una y otra vez.
Elara gritó, retrocediendo, el rostro desencajado por el sufrimiento.
Había amado a ese hombre con toda su alma, jurando que jamás la dañaría. Pero ahora, era él quien la destrozaba.