La mansión del marqués se alzaba como una fortaleza silenciosa entre la niebla de la madrugada, y Narella no tenía más refugio que el miedo palpitante en su pecho.
Cuando cruzaron las puertas, él la sujetó con brutalidad. Sus dedos se clavaron en su brazo como garras, arrastrándola por los pasillos vacíos hasta su alcoba.
—¡Suéltame! —gritó, pero sus súplicas se perdieron en el eco de los muros fríos.
Al llegar, el marqués abrió la puerta de un empujón. Entraron, y antes de que ella pudiera retroceder, la lanzó con fuerza sobre la cama. El impacto le robó el aliento.
Narella intentó levantarse, pero él se abalanzó sobre ella con una mirada cargada de furia y deseo corrompido.
—Esto es lo que quieres, ¿verdad? —escupió con veneno—. Un macho encima de ti... porque eso eres, una perra en celo. Una puta.
Intentó arrancarle la ropa, sus manos ásperas desgarraban tela mientras ella forcejeaba, el corazón latiéndole tan rápido que creía que iba a desmayarse.
Podía sentir su peso sobre ella, e