Al volver al reino de Rosso, Elara apenas podía sostenerse.
Las emociones se arremolinaban dentro de su pecho como un torbellino salvaje: el miedo, el alivio, la esperanza… todo la empujaba hacia un único refugio seguro.
Apenas vio a la Luna madre Syrah, sus pasos se aceleraron como guiados por un instinto, y sin pensarlo, se lanzó a sus brazos.
—¡Elara! —exclamó Syrah, con la voz quebrada por el alma—. Por la Diosa… ¡No podía perderte! No, cariño, no podía… —sus manos temblorosas la abrazaron con fuerza, como si intentara coser de nuevo lo que la angustia había rasgado—. ¿Estás bien? ¿Mi niña está bien?
Elara asintió con la cabeza, pero no logró hablar. Solo apoyó la frente en el cuello cálido de la Luna madre, respirando su aroma maternal como quien vuelve a casa después de mil inviernos.
Syrah acunó su rostro entre las manos, como lo hacía cuando era apenas una loba joven, y Elara la miró con ojos llenos de lágrimas contenidas.
Jarek, a unos pasos, las observaba en silencio. Su mir