Capítulo: Atrapada

—¡Elara, espera! —gritó Rael, con desesperación.

Pero ella ya no lo escuchaba.

El dolor en su pecho era tan agudo que apenas sentía sus propios pasos.

Salió corriendo sin mirar atrás, sin detenerse siquiera a respirar, como si su alma huyera por fin del cuerpo que la había mantenido enjaulada durante años.

Rael gruñó con impotencia, su corazón martillándole las costillas.

La rabia y el miedo le nublaban la razón.

—¡Rael, no dejes que me odie, no dejes que escape de la manada Granate o estaremos acabados! —suplicó Minah entre lágrimas, abrazando la sábana con la que apenas cubría su traición.

Su voz temblaba mientras marcaba un número en el teléfono

—¡Papá, ven rápido! Elara lo sabe todo... ¡Todo!

***

Elara corría como si la luna ardiera tras ella.

No pensaba, no dudaba, solo huía.

Sus pies la llevaron más allá del bosque, más allá del límite conocido.

Ella corría y recordaba a su hermana el apoyo que le dio, el amor de Alfa Rael, ¡Era falso!

Todo era mentira.

Muy cerca ya de la frontera de la manada, donde el territorio se fundía con el desierto y, tras cien kilómetros de tierra seca y peligrosa, comenzaban las tierras gobernadas por los Rosso, los enemigos.

Una manada regida por el rey Alfa oscuro.

Un lugar donde la muerte podía llegar antes que el amanecer.

Y, sin embargo… Elara no se detuvo.

—¡Cualquier destino es mejor que vivir entre traidores! —murmuró entre dientes, su voz, un eco de rabia y dolor.

Dio un paso más, dispuesta a cruzar. Pero un gruñido profundo la detuvo en seco.

Desde las sombras, un lobo emergió.

Su pelaje oscuro como la noche, los ojos brillando con furia y miedo.

Era Rael.

Y detrás de él, hombres de la manada.

Algunos en forma humana, otros aún con sus pieles de lobo. Todos con la orden en los ojos: atraparla.

—Alfa Rael —dijo uno—. ¿Quiere que la llevemos?

—A la casa de la manada. Ahora —ordenó él, sin titubeos.

Elara retrocedió.

—¡NO! ¡No me toquen! —gritó, su voz rota por la furia. Se defendió como pudo, rasguñó, pateó, gritó como una fiera herida, como la loba que no la habían dejado ser.

Pero eran demasiados. Y ella, estaba sola.

Uno de los hombres se acercó con una jeringa. Sintió el pinchazo en el cuello y luego… oscuridad.

***

Cuando abrió los ojos, la oscuridad seguía ahí, pero en otra forma.

La rodeaban paredes de piedra.

Un sótano húmedo. Frío. Encerrada. Encadenada.

Un grillete sujetaba cada muñeca y otro le apretaba los tobillos.

El suelo era duro, y la única luz venía de una lámpara temblorosa que colgaba del techo, proyectando sombras danzantes en las paredes.

Elara parpadeó.

Su mente trató de entender dónde estaba, pero fue inútil.

El dolor en su pecho era más fuerte que cualquier lógica.

Y entonces lo recordó todo.

La habitación de Minah. Sus jadeos. Las palabras que nunca debió oír.

Las promesas rotas. La traición. La mentira.

Las lágrimas comenzaron a brotar como si se hubieran contenido durante años.

«Me robaron todo… Mi loba… mi destino… mi libertad. Me utilizaron como una pieza en su juego sucio, y lo peor de todo… lo hicieron con una sonrisa, con una cruel mentira.»

Elara temblaba. No de frío, sino de impotencia. Gritó. Maldijo.

Se arqueó contra las cadenas como si pudiera arrancarlas solo con la rabia. Pero seguía ahí.

Encerrada. Como siempre.

Sus sollozos se volvieron un aullido desgarrado. Su garganta ardía.

¿Cuánto más le quitarían? ¿Qué más podían arrebatarle?

Fue entonces cuando escuchó pasos. Lentos.

Firmes.

Elara contuvo el aliento. Sus ojos se abrieron más, alerta. Se tensó, preparándose para lo que fuera.

La puerta chirrió al abrirse.

Allí estaba Rael. De pie. Con el rostro endurecido por una mezcla de culpa y autoridad. Y junto a él… su padre.

Por un segundo, Elara sintió una chispa de esperanza.

—¡Papá! —gritó con desesperación—. ¡Ayúdame! ¡Rael y Minah me han traicionado! ¡Me mintieron! ¡Me…!

Su padre caminó hacia ella, despacio. Su rostro era una máscara impenetrable.

No había lágrimas. No había rabia. Solo… resignación.

—Elara… —dijo, con voz grave—. Debes madurar. Perdonar todo esto. Entenderlo.

Ella lo miró sin comprender. Su corazón se encogió.

—¿Qué…? ¿Qué estás diciendo?

—Esto no se trata solo de ti, hija —continuó, como si recitara algo aprendido—. Se trata del bien de la manada Granate. Rael tiene un papel que cumplir. Minah también. Y tú…

—¡¿Y yo qué?! —gritó, con los ojos ardiendo—. ¿¡Yo soy el sacrificio!? ¿¡El peón!? ¿¡La muñeca que atan y rompen para que otros brillen!?

—Tú serás Luna, Elara. A tu manera. A su tiempo —dijo su padre, evitando su mirada.

—¡No! —la voz de ella se quebró como el corazón que aún latía entre cadenas—. Tú también… ¿Tú también sabías lo de esta sucia trampa? ¿Qué me estaban drogando para evitar que despertara? ¿Qué mi hermana y mi prometido me traicionaban?

Él no respondió. El silencio fue suficiente.

Elara sintió que el aire desaparecía. Su pecho subía y bajaba con dificultad.

El mundo se volvía una pesadilla lúcida.

—Me fallaste —susurró, con una tristeza tan honda que casi no parecía humana—. Eres mi padre. Y me fallaste.

Él no dijo nada más. Rael tampoco.

Ambos salieron, dejando la puerta cerrada tras ellos.

Y Elara se quedó sola, de nuevo. Con el sonido de su respiración entrecortada.

Con las cadenas rozándole la piel.

Con el dolor latiéndole en las entrañas como una bestia hambrienta.

Pero también, con algo más.

Allí, en la oscuridad de la traición, una chispa se encendió en lo más profundo de su alma.

Pequeña. Frágil. Pero viva.

No era el despertar completo de su loba.

No aún. Pero era algo. Un rugido silente que se gestaba desde el fondo.

Un aviso.

Que la loba no estaba muerta.

Solo estaba esperando el momento justo… para rugir.

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