MANADA GRANATE
En la habitación del Alfa de la Manada Granate, la tensión se respiraba como un perfume denso, húmedo, imposible de ignorar.
Las cortinas estaban cerradas, el ambiente cargado con incienso de raíz de plata —antiguo afrodisíaco de las manadas—, y, sin embargo, ni el calor del fuego, ni el cuerpo semidesnudo de Minah sobre su pecho eran suficientes para encender a Rael.
Ni siquiera porque era su mate.
Ella se movía con delicadeza, sensualidad calculada. Cada roce, cada beso estaba pensado con un solo fin: quedar embarazada, asegurar su posición, perpetuar un linaje que parecía al borde del colapso.
—Si la Luna dorada no vuelve… —susurró Minah mientras deslizaba su lengua por su cuello—. Al menos debemos asegurar descendencia.
Pero él no respondió. Sus ojos estaban abiertos, fijos en el techo, pero su mente estaba muy lejos de allí.
No veía las curvas de Minah, ni sentía su piel. Solo una imagen lo consumía: Elara.
Desde que la había marcado, desde aquel instante en que su