El corazón de Elara dio un salto brutal.
¿Reina Luna? ¿Ella?
¿Después de todo?
¿Después de haber sido marcada por otro lobo, de haber sido rechazada con desprecio por el mismo rey al que estaba destinada?
Sus piernas se debilitaron y sintió que el suelo se tambaleaba bajo sus pies.
El mundo giraba demasiado rápido.
—No… no lo seré. —susurró con la voz hecha cenizas—. Déjenme partir. Él… el rey me odia. Me rechazó. No puedo quedarme.
Su mirada, empañada por las lágrimas contenidas, buscó algo de piedad en el rostro de la mujer frente a ella.
Pero Luna Syrah no se inmutó.
Estaba de pie envuelta en esa autoridad serena que solo tenían las hembras alfa marcadas por el destino.
—El destino no pide permiso, Elara. —su voz fue firme, profunda, imposible de ignorar—. Tú llevas dentro de ti el linaje dorado. Y tarde o temprano, el vínculo verdadero se despertará.
Elara apretó los labios, conteniendo el llanto, conteniendo el grito. Sus ojos se abrieron aún más, como si no pudiera creer lo que