Alessander salió al jardín con el corazón palpitando con fuerza. El aire de la mañana no lograba calmar el fuego que llevaba dentro.
Caminó con pasos firmes hasta encontrarse con la escena que temía: su padre estaba allí… y junto a él, Kaela.
La mujer, apenas lo vio, hizo una reverencia exagerada, como si fuera parte de alguna actuación mal ensayada. Levantó la vista, intentando encontrar sus ojos.
Había algo en su mirada, algo turbio, como si intentara hechizarlo también a él, envolverlo con ese veneno que ya había logrado meter en el alma del rey.
Pero Alessander ni siquiera se dignó a mirarla. No era digna de su atención.
—¡Largo de aquí! —espetó con una furia que heló el aire.
Kaela palideció, pero se recompuso enseguida. Por un segundo, la rabia se reflejó en su rostro, pero no se atrevió a replicar.
Se giró y se fue, con el veneno aún en la boca y el orgullo roto entre los dientes.
—Alessander… —murmuró Jarek, con la voz ronca.
—¿Qué estás haciendo, padre? —lo interrumpió con fri