Jarek la apartó con un movimiento firme.
Sus ojos, oscuros como la tormenta que se avecinaba, buscaron a Elara con una mezcla de confusión y rabia.
—¿Qué estás diciendo, Elara? —su voz sonó grave, ronca, como si se le hubiese atorado el corazón en la garganta.
Elara no desvió la mirada ni por un segundo. Estaba erguida, desafiante, con los puños a ambos costados del cuerpo.
Había fuego en su pecho y una herida en su alma, una tan profunda que ya no sangraba: ardía.
—¡Digo que ese cachorro que esa mujer lleva en el vientre no es tuyo! —exclamó, su voz firme como el acero—. ¡No tiene tu olor, Jarek! No lleva tu sangre Alfa… ¿Acaso no puedes sentirlo? ¿O acaso tu juicio ya está nublado por sus lágrimas y su veneno?
El silencio que se instaló fue denso, pegajoso, como niebla antes del amanecer.
Rhyssa, que hasta entonces había mantenido su papel de víctima intacto, se cubrió el rostro con ambas manos. Temblaba.
Luego, dejó caer las manos y rompió en un llanto desgarrador.
—¡Su majestad! —s