Los días que siguieron al trasplante de médula se deslizaron en una rutina de monitoreo constante y una esperanza cautelosa. Ethan, aunque aún frágil, mostraba signos de recuperación, pequeños brotes de vida que eran un bálsamo para el alma de Sienna.
Todo parecía dar a entender, que el trasplante de médula de Leo había surtido efecto, sus células sanas comenzaban a anidarse en la médula de Ethan, y la fiebre, esa compañera constante y temida, empezaba a ceder.
Pero con cada mejora en la salud de su hijo, la presión sobre Sienna se intensificaba, el peso de su secreto la aplastaba mientras Leo, recuperado de la extracción, regresaba a la habitación del niño con una necesidad creciente de respuestas.
La habitación aislada de Ethan, antes un santuario de la desesperación, ahora era un nido de esperanza. Leo pasaba la mayor parte del tiempo allí, sus ojos fijos en el pequeño rostro de Ethan, observando cada respiración, cada parpadeo. Cuando Ethan finalmente abrió los ojos y sonrió débil