Sebastián
Nunca me consideré un hombre emocional. Me criaron para controlar, para calcular, para actuar con la mente antes que con el corazón. En los negocios, eso me funcionó. En la vida personal, me hizo inaccesible. Nadie me enseñó a sentir. Solo a dominar. Hasta que vi a Isabella. Y todo ese control se fue al carajo. Esa mañana salí de la casa de Aitana con un torbellino dentro. No tenía un plan. No tenía una estrategia. Solo tenía una imagen: una niña con trenza, pijama de unicornios y mis malditos ojos mirándome con una curiosidad inocente que me destrozó. Era mía. No necesitaba pruebas. No necesitaba confirmación médica. Lo supe. Lo sentí. Y por eso, me dolía tanto. Seis años. Seis años en los que no estuve cuando dio sus primeros pasos, cuando dijo sus primeras palabras, cuando tuvo fiebre o pesadillas o cumpleaños llenos de velas. Seis años robados. Ocultos. Perdidos. Y yo… no sabía cómo recuperarlos. —¿Todo bien, jefe? —preguntó Clara al verme entrar a la oficina con cara de funeral. —No. Pero vamos a fingir que sí. —¿Algo que deba saber? La miré. Clara era más que una asistente. Era una presencia constante, confiable. Pero esta vez, no podía compartirlo. —Es personal —dije. Ella asintió sin hacer más preguntas. Por eso confiaba en ella. Cerré la puerta de mi oficina y me senté frente al ventanal. Desde el piso treinta y seis, la ciudad se veía como una maqueta perfecta. Y sin embargo, en ese momento, todo me parecía ajeno. Lejano. Inútil. Tenía una hija. Una hija real. De carne y hueso. Con risa propia. Con historias que me había perdido. Y no sabía por dónde empezar. Saqué mi teléfono. Tenía el número de Aitana, aunque no lo había guardado. Dudé unos segundos. Luego, escribí. Quiero verla. Solo verla. No haré nada sin tu permiso. No respondió de inmediato. Esperé. Conté los minutos. A los trece minutos exactos, llegó su mensaje. Mañana a las cinco. En el parque frente a la biblioteca. Está cerca de casa. Va siempre a jugar allí después del jardín. Respiré hondo. La primera grieta en el muro. La tarde siguiente me presenté en el parque veinte minutos antes. Llevaba jeans, una chaqueta informal y una caja de crayones nuevos que compré por impulso esa misma mañana. No sabía si era el mejor regalo. No sabía si me iba a mirar siquiera. Pero necesitaba llevar algo. Cuando las vi aparecer al final del sendero, mi corazón casi se detiene. Aitana llevaba una blusa blanca y jeans claros, el cabello recogido. Bella como siempre. Pero esta vez, era diferente. Más mujer. Más madre. Isabella iba dando saltitos a su lado, con su mochila a la espalda y un lazo en el cabello. No sé cómo pude contenerme. No sé cómo no corrí hacia ella. Pero esperé. Aitana la soltó suavemente y la señaló. —¿Ves al señor que está allá? El del banco. —Sí —respondió Isabella. —¿Recuerdas que te dije que hay personas importantes que vamos conociendo a lo largo de la vida? La niña asintió. —Él es uno de ellos. Puedes ir a hablar con él si quieres. Pero solo si tú quieres, ¿sí? Isabella frunció el ceño como si lo pensara. Luego, comenzó a caminar hacia mí. No corrió. No tembló. Solo vino. Como si no sintiera miedo. Yo, en cambio, no podía respirar. —Hola —dijo. —Hola, Isabella —respondí, con voz temblorosa. —¿Me conoces? —Sí. Te he estado esperando. —¿Eres un amigo de mamá? Tragué saliva. Asentí. —Sí. Algo así. Ella se sentó a mi lado, sin dejar de mirarme. —Tienes ojos como los míos. Sonreí. —Sí. Lo noté. —¿Te gustan los dinosaurios? —Mucho. —¿Y los helados? —Más. —¿Tienes hijos? Cerré los ojos. El momento había llegado. —Tengo una hija —susurré—. Pero no sabía que la tenía… hasta hace muy poco. Isabella me miró en silencio. —¿Cómo se llama? —Isabella. Sus ojos se agrandaron. —¡¿Como yo?! —Sí. Como tú. Ella me observó por un momento más. Luego, como si ya lo hubiera decidido, se giró hacia su mochila, la abrió y sacó una hoja de papel con dibujos de animales mal trazados y colores chillones. —Esto lo hice hoy en el jardín. Te lo regalo. Lo tomé con manos temblorosas. Era el dibujo más valioso que había recibido en mi vida. —Gracias —dije. Ella sonrió. Y en ese instante, supe que ya no había vuelta atrás. Isabella era mía. Y haría todo lo que estuviera en mis manos para estar en su vida. Aitana nos miraba desde lejos, con expresión tensa. Cuando Isabella se alejó un momento para ir al columpio, me acerqué a ella. —No pensé que lo permitirías tan rápido. —No tengo derecho a negarte verla. Solo… necesito que seas cuidadoso. Es todo lo que pido. —Lo seré —prometí—. No pienso quitarte a Isabella, Aitana. Pero no me pidas que no la ame. —Eso no puedo impedirlo —dijo, bajando la mirada—. Solo… hazlo bien. —¿Me odias? La pregunta salió sin aviso. Ella me miró. Con los ojos llenos de agua. Pero firme. —No. Solo me odio a mí por no haberte buscado. Quise abrazarla. Decirle que ya no importaba. Que solo importaba el ahora. Pero no era momento para eso. Ella y yo teníamos un camino largo. Y antes de poder sanar, había muchas cosas que aún no habíamos dicho. Esa noche, me senté con el dibujo de Isabella frente a mí. Pensé en los próximos días. En lo que significaba para mi vida. Para mi empresa. Para mi madre, que no tenía idea de que se había convertido en abuela. Pero nada de eso me asustaba. Solo pensaba en ella. En cómo me miró. En cómo sonrió. En cómo, sin saberlo, ya me había salvado la vida.