El refugio estaba en silencio. La tormenta de la noche anterior había dejado una humedad densa en el aire, y un velo de niebla cubría los árboles como si la tierra misma contuviera la respiración.
Lucía caminaba con pasos firmes por el perímetro, dejando marcas de protección con el polvo de piedra lunar que había conseguido de los elementales. A cada paso, murmuraba antiguas palabras que resonaban suave, casi como un canto. Palabras que no se pronunciaban desde los tiempos de las primeras brujas.—¿Crees que bastará? —preguntó Amadeo detrás de ella, cargando un pequeño arcón con cristales de obsidiana y hojas de azahar negro.—No —respondió Lucía sin detenerse—. Pero es lo mejor que podemos hacer. El Saelith lo sabe. Sabe que vendrán por él.Como si lo hubieran invocado, el Saelith apareció entre los árboles, su cuerpo largo y serpentino flotando sin hacer un solo ruido. Sus ojos, atravesados por filamentos de luz líquida, se fijaron en Lucía.—El nacimiento alte