121. En la mira.
Me quedé en un largo silencio, sentada en el mueble que había en la sala. Máximo también se quedó en silencio un rato. La idea de tener que dejar ir a mi hijo me conmovió hasta el punto que me dejó sin habla. Saber que tendría que dejarlo ir, que no tendría ni idea de dónde estaría, me generó una incertidumbre que, aunque ni siquiera había sucedido aún, me llenaba el cuerpo de una adrenalina que me hacía palpitar el corazón con fuerza.
Y después de un largo silencio no tuve más opción que enfrentar la realidad.
—Esto suena muy bonito —le dije—, querer proteger a Maximiliano, pero no estoy segura. Santiago no lo permitirá.
—Él no tiene nada que opinar aquí —dijo con rabia Máximo, mientras le daba una palmada al escritorio.
—Pues es el padre de Maximiliano, claro que tiene que opinar.
—No. No tiene que opinar porque él estuvo toda su vida sin saber siquiera que existía. Y yo, quien veló por él, le cuento cuentos a la hora de dormir y lo arrojó cuando tenía pesadillas.
—Lo sé —le dije—.