Christopher permaneció en la habitación, rígido, inmóvil. El portazo de Alisson aún resonaba en sus oídos. Minutos, quizás horas, pasaron sin que se moviera, sin que pudiera reaccionar. El reloj de su muñeca lo sacó de aquel trance: la alarma marcaba la hora de recoger a los trillizos en el colegio.
Se levantó con un gesto mecánico, tomó las llaves y condujo hasta la escuela. Los niños corrieron hacia él con sus mochilas a cuestas, llenos de la energía habitual. Christopher sonrió apenas, inclinándose para recibirlos. Pero mientras los acomodaba en el auto, sintió una mirada fija sobre él. Fría. Extraña.
Se giró de inmediato, buscando entre los padres que recogían a sus hijos. Escaneó el estacionamiento, los árboles cercanos, las ventanas de la escuela. Nada. Nadie.
El ceño se le frunció con dureza. Sacudió la cabeza y volvió a centrarse en sus hijos.
Al regresar a la mansión, cambió los uniformes de Nathan, Emma y Mía, con la misma precisión con la que solía firmar contratos. Les sir